KATY LÓPEZ
El cielo era azul y los árboles de eucalipto se mecían al vaivén del viento de verano, mientras yo respiraba profundo el aroma que deja la tierra mojada, tras una noche de lluvia. En medio de mi onírica escena, se coló una bocanada de cigarro. No evité el gesto repulsivo que arruinó mi momento y fui aún más lejos: busqué en la trayectoria de aquel humo al culpable de mi regreso a la realidad y allí estaba él: con su gorra azul, su pantalón casual, que hacía juego con una chamarra color caqui, un rostro pálido, lleno de arrugas y esos pequeños ojos café que apuntaban con desdén a la pista de atletismo.
Olvidé aquel profundo aliento, hice una mueca y esperé el comentario de ese frecuente “enemigo mío”: el profesor de Polonia, Andrzej Piotrowski, entonces entrenador de velocistas como el medallista mundial Alejandro Cárdenas, Mayra González, Óscar Juanz o Israel Benítez. Todos trabajaban hasta después del mediodía en la pista de atletismo del Centro Deportivo Olímpico Mexicano.
Yo tenía 19 años, no existían las redes sociales y los teléfonos móviles no tenían cámara fotográfica, mucho menos internet. Debutaba como reportera de Deporte Amateur en el Diario Deportivo Récord; una fuente que, hoy penosamente confieso, no era de mi agrado: no le entendía nada, no conocía a ningún competidor, ningún deporte, ninguna regla. Yo, que sólo quería escribir de NBA, ahora estaba reporteando un montón de deportes olímpicos de los que no tenía ni la más atómica noción.
Pero para iniciar en Récord había una condición: en los primeros seis meses de trabajo te tenías que ganar tu nombre; es decir: si salías a hacer una entrevista o investigación, la información que escribieras no diría “Katya López”, por ejemplo sino “Redacción Récord”, mi nombre aparecería hasta que mi calidad periodística estuviera confirmada, así que el camino era muy largo aún.
A pesar de mi anonimato, el profesor Piotrowski a diario leía el periódico y, por pequeñas que fueran, leía las notas de Deporte Amateur firmadas por un “Redacción Récord” del que conocía la cara. Así que también a diario tenía algún reclamo guardado entre el humo del cigarro para mí. “¿Por qué escribió “100 metros con vallas varoniles” si los hombres corren 110”. “¡No se dice lanzamiento de bala, es impulso de bala! ¡Ah estas guentes!”, decía sin siquiera verme, y devolvía un cigarro delgadísimo a su boca.

Esa tarde soleada y calurosa, fui de nuevo a esa cita no escrita, por un regaño más, un refunfuño, algún desaire, pero el profesor no decía nada, ni siquiera veía el moreno rostro de una pobre adolescente que apenas aprendía a juntar sujeto y predicado. Entonces me pareció que esa tarde el profesor Piotrowski estaba más iracundo que cualquier otra ocasión. Sentí pavor y el cielo azul, el sol radiante y las flores silvestres creciendo en el campo parecían expectantes a la hecatombe.
Él estaba sentado en una escalinata, frente a la meta de los 100 metros y entonces salieron de su boca seis palabras:
- ¿Es usted idiota, o qué es? Me dejó absorta en una marabunta de contradicciones: noté que el profesor Piotrowski me respetaba lo suficiente para hablarme de “usted” pero no tanto como para contenerse de insultarme. Lo dijo con un tono suficientemente fuerte como para que sus atletas tomaran sus cosas y se alejaran del tsunami que se avecinaba.
- ¿¡Por qué me dice eso, profesor!?
- ¿Si se da cuenta que hoy escribió que Alejandro Cárdenas se recupera de una “fascitis frontal”?
- ¡Pues sí, eso me dijo él, que tenía eso! ¿Yo qué?
- ¿Ah sí? ¡No me diga! ¿Dónde la tiene? ¿En la frente? ¿En el pene?
- ¡Pues como voy yo a saber profesor, no soy doctora!
“¿Respuesta final?”, dijo demasiado tarde mi cerebro. El profesor hizo algo que yo nunca había visto: se levantó de su silla, su pálida piel se tornó roja y caminó hacia mi irreverente, petrificado, ignorante y aterrorizado ser.
“¿Pero cómo es posible que diga usted semejante estupidez’? ¿Boh, qué espera? ¿Que vengamos todos a resolverle aquí su trabajo? Usted “no es doctora” ¡ES REPORTERA! Y tiene que saber y si no sabe ¡aprenda! ¡Y si no aprendió, pregunte! ¡SE LLAMA FASCITIS PLANTAR! ¿Alguna vez alguien aquí le ha negado una entrevista? ¿Alguien le ha dicho que no puede atenderle? Acaba el entrenamiento y todos aquí le dan el tiempo que sea para sus entrevistas, aunque tengan que ir a comer o a descansar ¿y usted qué hace con el tiempo de las guentes? ¿Escribir idiotez?
“¿Las guentes que compran su periódico en la calle no saben quién es usted ¡PERO AQUÍ! Aquí sí sabemos quién escribe tonterías, que no sabe de qué está hablando, que no le importa saber y lo peor: ¡Que no le importa ni su nombre! Y si no le importa su nombre ¿¡boh qué dedicamos tiempo a usted que no le importa nada!?

“¡Su nombre no sale aquí, pero sabemos quién es! ¿Qué no le importa? ¿No le importa que sepamos que es usted una idiota? Si usted es periodista ¿qué no sabe lo que vale su nombre? ¿Nadie le ha dicho que cuando llegue a hacer entrevista van a decir “ah si, la que dice lanzamiento de bala”, “la de la fascitis frontal”? ¡Irresponsable!”.
Creo que me quedé con la boca abierta y los ojos desorbitados. No sé cómo permanecí callada tanto tiempo, no sé cómo contuve el llanto. Salí de la pista. Me temblaban las piernas, me latía muy fuerte el corazón. Me fui hacia el periódico y en el trayecto, pensé cada palabra a detalle.
Estaba terriblemente avergonzada. Nunca me sentí tan humillada como esa radiante tarde de verano. La mayor humillación era aceptar tan tarde que todo ese tiempo había actuado exactamente como una idiota y que arrastraba mi nombre al de la fama de alguien profundamente estúpido e inconsciente de serlo.
Al otro día regresé a la pista y estaba de nuevo el profesor con su cigarro. Otra vez me temblaban las piernas y con todo el miedo de causar un nuevo enojo, inhalé profundo, lo miré y tras verme de reojo con soberbia, él me dio la mano derecha, pero no con la palma extendida, sino con el dedo pulgar y el dedo índice juntos, como si entre ambos detuviera una copa de vino. Emulé el movimiento y chocamos los dedos, en una especie de “brindis por la paz”.
Me senté junto a él.
- Oiga Profesor ¿cuánto mide la pista de atletismo?
- Son 400 metros, y se hacen las carreras desde 100m hasta 10,000m, más las tres que son con obstáculos y los dos relevos: 100m y 400m”.
- Ahhh.
- ¿Y él qué está haciendo?
- Salto con garrocha. Hay dos saltos verticales: garrocha y altura, dos horizontales: longitud y triple.
- Creí que atletismo solo era correr.
- Boh, también hay lanzamiento: martillo, disco y jabalina, pero bala se impulsa, no se lanza.
- Ahhh.
Así comenzaron unas clases de algo que en ninguna escuela me habían enseñado jamás. El profesor Piotrowski abrió una puerta a un mundo asombroso que yo no había entendido. Un mundo que se volvió radiante y legible. En un lenguaje universal: el del esfuerzo del espíritu manifestado en el cuerpo.
El profesor Piotrowski pasó de ser el hombre enojón que arruinaba mis respiros, a mi maestro, mi amigo, quizá el amigo más honesto que llegaba a mi vida en mis inicios en este oficio; porque sin duda muchos podrían leer que yo escribía con una profunda ignorancia, pero sólo para él fue importante hacérmelo saber.
Gracias a él comprendí cada disciplina atlética y perdí el miedo de preguntar una y otra ocasión si no entendía “por que más vale parecer tonto una vez que serlo toda la vida”, me decía el profesor Piotrowski.
Pocos años después, entre mi asombro, hice el primer viaje al extranjero de mi vida laboral: los Campeonatos Mundiales de Atletismo de Helsinki, Finlandia –otra curiosa historia, por cierto–. Los viví como ir a Disneylandia: comprendí cada esfuerzo, cada derrota, cada llanto de victoria, cada evento y sus detalles.
¡Estaba tan asombrada! Cuando regresé, busqué al profesor ¡y le contaba tantas cosas al mismo tiempo!
“¡Profesor! ¿¡Qué cree!? Yelena Isinbáyeva usa aretes de delfines y mire me dejó su correo electrónico, ella me lo escribió aquí. No invente profe, ¡Bekele corre increíble, su última vuelta del 10,000m en 54 segundooooos! ¿Y qué cree? Que el que ganó los 3,000m con obstáculos se llamaba Saif Shaheen, era de Qatar pero nació en Kenia y los kenianos lo veían feo porque le pagaron un millón de dólares por naturalizarse, más Kemboi. Jefferson Pérez se cayó en la meta porque traía calambres y aún así ganó los 20k de marcha. Ana Guevara, la máxima medallista mundial del atletismo mexicano, ¡profe la vi ganar su bronce! ¿Y sabe qué? Allá meten al campo unos cochecitos rojos que van por las jabalinas y los discos ¡y los regresan a las jaulas! ¿Y si sabía que ese estadio se usó en los Olímpicos del 52 y en la entrada está una escultura de ¡Paavo Nurmi!? Me tomé una foto con Nurmi, bueno con la estatua. ¡Y mire! Le traje un libro de estadísticas, pesa un montón pero usted si lo va a saber usar…”.
Creo que el profesor se estaba mareando de tanto escucharme. Creo que se dio cuenta de que había creado un monstruo. Pero también creo que estaba muy feliz de ver que aquel regaño hizo florecer tantas cosas tan buenas en mi vida.
Aquel hombre que hacía años no paró en insultos y gritos, acompañados siempre de un respetuoso “usted”, aquel que era “mi querido enemigo» se convirtió en una de las personas que más aprecio. Desde entonces puedo platicar con él en su idioma: el deporte, el alto rendimiento, el olimpismo, la historia, el esfuerzo.
Ese doloroso regaño me hizo ver lo mucho que me estimaba y, en especial, algo que demuestra su psicología de buen entrenador: el profesor Piotrowski no solapará ni el más mínimo dejo de mediocridad de nadie; va a exigir, de las maneras que sea necesario, dar el máximo y cuando se logre la meta, no aplaudirá. “Para eso habíamos trabajado ¿no? ¿Ya lo lograste? Viene un reto más grande entonces”, regularmente piensa él así.
Porque un coach te enseña que lo excelente no llega por azar, que la excelencia se trabaja y se cosecha, que la vida no merece menos que tu máximo esfuerzo para que al final del día ni el más ínfimo rastro de indiferencia nuble lo mejor de ti.
Gracias por tanto, mi querido enemigo.