Relatos con amor

Una vida de películas.

La mesita de centro, en casa de mi abuelita Elvira, era de cristal y una vez aproveché ese estratégico factor para agacharme y ver hacia dónde rondaba la mula de 6/6 mientras mi abuelito Jesús hacia la sopa del dominó, pero mi descarada jugarreta duró muy poco y, tras darme un coscorrón en la cabeza, me miró indignado -casi diría que iracundo- y dijo: “¡Eso NUNCA se hace! ¡Nunca lo vuelvas a hacer!”.

Los nudillos son articulaciones muy duras ¡pero mi abuelito los tenía aún más! Con ellos podría convencer a quién fuera de desistir de cualquier cosa y claro que le hice caso.

Entonces yo tenía ocho años y mi hermanita seis. Sin subestimar nuestra edad y con mucha paciencia, mi abuelito dedicó muchas tardes y noches a enseñarnos a jugar dominó. Aprendí a leer el juego del rival, a ‘ahorcar’ mulas, a cerrar juegos. Me encanta el dominó pues aunque las fichas llegan a tus manos al azar, gracias a mi abuelito aprendí que la astucia y el intelecto pueden hacer que una mula blanca sea tu Jugador Más Valioso. Entonces apostábamos frijoles o habas como si fueran monedas de oro.

Luego vino el póker. Donde el azar cobra más peso. Mientras barajaba las cartas, mi abuelito me contaba cómo, en una tarde de pocos fondos y mucha suerte, ganó un juego con par de 2, la siguiente ronda con tercia de 2 y la última, por increíble que fuera, con póker del mismo número. El 2 era su número favorito. El 21 aún más.

Hoy entiendo que mi abuelito aprovechó estas tardes y noches de juego para llevarme más allá de la diversión del azar. Jugándonos frijoles o habas, entre cartas o fichas, mi abuelito me recordaba algún episodio de su historia.

Mi abuelito Jesús era carpintero y al fondo de la casa guardaba, en grandes cajas de madera que él mismo fabricó, la herramienta con que trabajó por más de cuatro décadas. Tenía: serruchos, seguetas, pulsos, flexómetros, martillos, formones, cepillos, clavos de todas medidas…como si tuviera su propia tlapalería en casa.

Nació a inicios del siglo XX, cuando México se encontraba con sus primeros respiros pos revolucionarios. Al terminar la primaria, su padre Clicerio lo llevó a trabajar con un tío suyo en la industria de la construcción, después fue con otro tío que era ebanista y tras conocer los finos detalles para hacer de la madera una obra de arte, buscó su propio camino y se hizo carpintero en filmaciones ¡y vaya momento que le tocó vivir: la Época de Oro del Cine Mexicano!

Se diluía la década de los 40 cuando mi abuelito, desde su trinchera, sumó su esfuerzo para dar luz a la cinta de celuloide.

“Y si te decían que debías hacer los muebles, ventanas, barandales de toda una casa, así se hacía. Antes se grababa toooodo en estudio, ahora nomás rentan lugares…yo aprendí a trabajar a detalle y cuando empecé en las grabaciones quería hacerlo fino, bien medido y me decían: ‘¡no’mbre si aquí es a puro serrucho y clavo!’”.

Trabajó en los Estudios Tepeyac, los Estudios Clasa y los Estudios Churubusco. Fue en los primeros donde tuvo un encuentro que marcó su vida.

“Nos llamaron a empezar una película nueva y allí vaaaamos toda la Unidad. A la hora de comer, vi a uno de los compañeros ahí solito, ni quién le invitara un taco y le digo ‘¿no quieres venir con nosotros, vamos a una fonda acá al lado? Y sí, si quiso…Total que comimos rápido para irnos a jugar frontón y le digo a la señora ‘lo de él me lo apunta a mi por favor’ y él se quedó allí comiendo solito.

“Ya cuando regresamos a los estudios me quedé pálido de la regadooota que acababa de hacer: había invitado al actor principal de la película, ¡era Pedro Infante! Pero como estaba vestido de carpintero, yo no sabía que era él. Me acerque y le dije ‘dispénseme por favor por haberlo llevado a ese lugar. ¡Yo no sabía quién era usted!’, me agarró del hombro y me dijo ‘no’mbre no me diga eso, ¡que eso nomás lo hacen los amigos de verdad!’”.

Mi abuelito reía como si ese mismo día hubiese pasado aquel encuentro. Desde entonces se hizo buen amigo de Pedro Infante. Él le pidió a mi abuelito que le enseñara al menos a usar algunas herramientas para interpretar a ‘Pepe ‘El Toro’ en Nosotros los Pobres, película en la que trabajó mi abuelito y también en sus dos secuelas y para practicar carpintería mi abuelito le fue diciendo a Pedro cómo hacer un cajoncito de herramienta que el actor creó.

“Y luego que a Pedro nunca le gustó que usaran dobles para él. Una vez allá por Bellas Artes, Don Ismael (Rodríguez, director de estas cintas) nos mandó buscar personas que se parecieran a él por una escena en la que se tenía que colgar de la orillita de un edificio muy alto, no’mbre ¡cuando se entera Pedro que se enoja! y ¡que se cuelga solito de la azotea! “Para que vea que lo puedo hacer yo solo”, le dijo” jaja. ¡Era tremendo ese Pedrito!”.

Para ‘Nosotros los Pobres’, mi abuelito debió entrar al Palacio Negro de Lecumberri, pues nuestro protagonista, Pepe ‘El Toro’, fue encarcelado injustamente y allí encontraba al verdadero culpable de su desdicha. Según el guión, Pepe El Toro’ y ‘El Tuerto’ pelearían hasta que el villano perdería un ojo…pero llevar la escena a la realidad era difícil.

“Entonces no existía el departamento de efectos especiales, ni nada de eso, apenas teníamos maquillistas y a Don Ismael le gustaba mucho hacer una escena desde muchos ángulos, por eso tenía que quedar perfecto por cualquier lado. Estuve piense y piense cómo le haría, hasta el señor Arriaga (que interpretaba a ‘El Tuerto’) me preguntaba que cómo le iba a hacer, que si le iba a doler jaja…Total que dije: ‘¿si se pelean y Pepe ‘El Toro’ le rompe una silla? Así en la pata de la silla le podía a hacer un huequito. Le eché salva y con un botoncito ya salía todo, pero luego el problema era el ojo ¿cómo hacer un ojo? ¡Pues con un ostión!”.

Así lo hizo y surgió una de las escenas que para esa época causó asombro…¡y terror!

Mi abuelito trabajó en Lecumberri, hasta que uno de los presos le dijo: “usted se parece mucho al que me puso aquí, así que si lo vuelvo a ver, lo mato”. La producción decidió que mejor ya no se presentara, al fin ya habían grabado la parte en que él era más necesario.

Al final, la película fue multipremiada y también el director. Mi abuelito me contó que en una de varias galas, fue el propio Pedro Infante quien se levantó de la mesa para ir por mi abuelito y presentarlo con los directivos que celebraban la película y le felicitaron ese ingenioso efecto.

A la siguiente cinta ‘Ustedes los Ricos’, tuvo que hacer un incendio controlado, en el que ‘Pepe El Toro’ llora amargamente la muerte de su hijo. Mi abuelito dice que todo el set terminó llorando con Pedro Infante y al finalizar la escena, le preguntó: “Oye: ¿cómo le hiciste para llorar tanto?”. Infante le confesó que recordó cómo, cuando era pequeño, en su natal Sinaloa, le pagaban un centavo por cada cubeta de agua que sacaba de un pozo y eso le causaba mucha tristeza.

Después de muchos años de amistad, Pedro Infante ya sabía cómo eran los ritmos de las producciones: meses enteros de arduo trabajo y otros meses sin ningún ingreso. En alguna ocasión sin filmaciones, mi abuelito y Pedro se encontraron entre los foros de los Estudios Churubusco y tras preguntarle cómo estaba, mi abuelito le comentó que tenía meses sin sueldo.

– ¡Pos vente a hacerme la carpintería de mi casa de Cuajimalpa, Colorado! (así le decían a mi abuelito, que siempre llevaba camisas rojas al trabajo).

– ¡Órale, ya vas!

– ¡Ya estás! Mañana va mi hermano por ti a tu casa.

“Total que nos despedimos y cuando nos fuimos alejando me quedé pensando ‘bueno ¿pero y a dónde va a ir por mi Pepe? Volteo y le grito: “¡Pedro! ¡Déjame te doy la dirección de mi casa!” ¡Y que se me queda viendo! Saca de su pantalón un cuadernito, pasa las hojas y empieza a leer: “Jesús Cedillo, nacido el 2 de junio, vive en Calzada de Tlalpan…”, jeje. Así era ese Pedro”.

Mucho tiempo trabajó mi abuelito en los detalles en madera de su casa. Hasta un día de abril que Infante se despidió porque viajaba hacia Yucatán, tripulando su propio avión y no volvió a verle nunca. Sé cuánto le extrañó hasta los últimos días de su vida.

Pedro fue su amigo de verdad, pero continuamente mi abuelito pudo trabajar con muchos grandes actores. Me contaba cómo Germán Valdés ‘Tin-Tán’ desesperaba a los directores porque se inventaba los guiones, mucho veces ni leía lo que venía escrito y empezaba a improvisar sobre la marcha. Cómo era difícil aguantarse la risa cuando Cantiflas salía a escena, el duro carácter que tenía Emilio ‘El Indio’ Fernández o lo hermosa y altiva que era María Félix, pero a la vez atenta y en ocasiones simpática; me contó que en ‘La Diosa Arrodillada’ la producción paró una semana porque Félix se había ido a Acapulco.

O como, durante la grabación de Macario, sus manos, con muchas otras, prendieron las velas de una escena icónica. “Uuuh y no sabes la lata de andar prendiendo unas y que se apagaran otras. ¡Vieras cómo fue eso de revisar que no entrara un aire que apagara un lado!”.

Golpe de suerte

Además de crear muebles y escenografías, mi abuelito ayudaba a vestir los sets, ambientarlos e iluminarlos. Alguna ocasión, con la unidad donde trabajaba, debieron levantar una pesada estructura que sostenía las lámparas.

“En la Unidad América contábamos 1-2 y en el 3 ya levantábamos, pero en esa Unidad que me llamaron contaban 1-2-3 y luego levantaban y yo pues acostumbrado, que levanto antes que todos y ¡que me lastimo la espalda! Ya no podía hacer nada que nomás me agachaba y ya me quedaba ‘en escuadra’ todo el día”, me contaba mi abuelito, mientras no sé por qué yo reía a carcajadas al escucharlo.

Así estuvo mucho tiempo, hasta que el doctor le dijo que debía entrar a quirófano, cosa que haría tan pronto culminara otro rodaje…pero el destino tenía otros planes.

“Estábamos en la tramoya y le grité a un compañero que me aventara unas gasas para ponérselas encima a las lámparas, pero las aventó en recto, no hacia mi y cuando me acerqué para agarrarlas ¡que me caigo! Nomás escuché como por ahí alguien gritó “¡YA SE CAYÓ EL COLORADO!” Pero yo en el aire iba pensando “ahorita me doy la vuelta y en vez de cabeza voy a caer de pie y sí, sí caí de pie ¡pero con los puuuuuuros talones! Nooooo’mbre se me hincharon los pies ¡los tenía negros!

“Total que ya…me pusieron de incapacidad y un día que el doctor me dice “Oye Colorado: ¿Cómo te has sentido de tu espalda?”. “Pues bien si aquí acostado ni modo que me dé algo”. Nomás por no dejar, el doctor me sacó una radiografía y me dice: “No me lo vas a creer, pero con ese golpecito que te diste te acabas de acomodar el disco de la espalda y ya no vas a necesitar cirugía”. ¿Tu crees?”.

Nueva etapa

Me sobran anécdotas y me falta espacio para hablar de mi abuelito. Por muchas décadas vivió las más curiosas experiencias detrás de escena en filmaciones como ‘Los Tres García’, ‘Ahí está el detalle’, ‘Una familia de tantas’ o ‘A toda máquina’.

La Época de Oro del Cine Mexicano fue también su etapa de esplendor, pero con el ocaso de esa era, llegaron a México las producciones estadounidenses y mi abuelito comenzó una nueva etapa de trabajo con actores como: James Stewart, uno de los 50 artistas más célebres del cine estadounidense, Peter O’Toole y Audry Hepburn, con quienes trabajó en ‘The Unforgiven’, con Gregory Peck en ‘Gringo Viejo’, el guapísimo Rock Hudson con el que grabó ‘El último atardecer’ o también con el señor John Wayne, quien hizo especialmente en Durango una destacada carrera en el cine Western.

“Una vez vino a hablar conmigo: “¿Oie Coloradou, tú por qué decirme Juanito?” “¡Ay ¿como por qué?! Pues porque estás bien chaparrito!” Jaja. ¡Le faltaba el centímetro para los dos metros!…Era a toda ley ese Juanito. Cuando acabábamos de filmar mandaba hacer unas botellas de tequila grabadas con el nombre de la película ¡y nos regalaba a todos! Nos invitaba a una gran fiesta por el cierre de producción, no solo a los actores ¡a todos parejo!”.

Mi abuelito hizo entonces hasta réplicas de artículos de tribus Cherokees, Apaches, Suix o Cheyenes que aparecían en estas filmaciones.

En otra ocasión, se fue a Acapulco a trabajar en la película Rambo, con Silvester Stallone. “¡Ese señor traía como siete extras! A mi me habían encargado todo el departamento de armas y así las tenía bien apiladitas: rifles, pistolas, balas por calibre…todo de salva, claro, pero un día ¡que me roban uno! Ya luego lo encontramos por allá en un pueblo que se lo había quedado un carnicero y ya nos lo devolvió”.

Después de más de 40 años dedicados a crear los trucos de magia detrás de las películas, mi abuelito se jubiló cuando yo era pequeña, pero seguía yendo a los Estudios Churubusco a ver a sus amigos y muchas producciones le seguían llamando a trabajar. La última en que lo hizo fue Titanic. En los Estudios Churubusco crearon todo el set del barco: duelas, comedores, sillas, relojes, barandales y, como si fuera un rompecabezas, mandaron las piezas hacia Rosarito, Baja California, para ensamblar, instalar y equipar todo allá.

Ahora entiendo que aún jubilado mi abuelito regresaba a los Estudios Churubusco a crear la magia detrás del celuloide. Su taller era ese sitio donde nacían los encantamientos que sumados a muchos más esfuerzos creaban historias fantásticas e icónicas. Ese taller estuvo donde se encuentran ahora los jardines del Centro Nacional de las Artes. De niña lo acompañaba ocasionalmente allí, ahora que regreso encuentro los árboles que eran tan pequeños como yo y ahora son gigantes que acaricia el viento.

Ojalá mis dedos fueran a la velocidad de mis recuerdos con todas las historias que me contaba mi abuelito. Veíamos los partidos de Grandes Ligas o las películas en las que trabajó y de nuevo pensaba en esas anécdotas….aún lo hago.

Muchos años antes de iniciar el alto rendimiento como tahúr infantil, mi abuelito fue mi segundo Mejor Amigo. No es a razón de un ranking, así fue el orden de aparición en mi vida: primero conocí a mi Papito y después a mi abuelito y sé muy bien que él también me veía así. No asumía ser mi maestro, ni mi autoridad, él en verdad quería ser mi amigo.

Si algo nos unió aún más fue ese amor que ambos tenemos por el chocolate. Mi abuelito podía gastar toda su pensión en comprar chocolates que después guardaba en un lugar secreto y cuando menos lo esperábamos, nos compartía de su tesoro.

Los coscorrones que daba mi abuelito si hacíamos trampa en el poker o en el dominó eran duros, pero nuestras venganzas eran dulces. Por las noches, mi hermana y yo fraguábamos planes perversos y le llamábamos con el pretexto de que nos ayudara a resolver algún problema. Cuando entraba al cuarto en que estábamos en casa de mi abuelita, salíamos de nuestros escondites para agarrarlo a muñecazos…pero las cosas no se quedaban así, entonces venía su venganza: aprovechaba nuestro sueño para tomar prestados los zapatos de mi abuelita y darnos taconazos en las rodillas. Claro que respondíamos con una lucha que mas bien parecía como si dos umpa-lumpas quisieran derribar a un gigante.

“¡Pero cómo pues Jesús! ¿¡Cómo estas jugando así con estas niñas! ¡Si no tienes cinco años!”, le decía mi abuelita al descubrirlo…al final creo que no le importaba el regaño, la ‘vendetta’ había sido saldada.

Al crecer dejamos de jugar tan pesado y nos quedamos con el beisbol, las partidas de pocker o dominó, con las apuestas de frijoles o habas y especialmente con las películas y los chocolates.

Mi abuelito se fue un 2 de noviembre, justo en la última fecha para conmemorar el Día de Muertos, pero a diario lo recuerdo. Siempre hay una frase, un momento, una historia que se entremezcla en mi presente.

Hasta siempre, querido mejor amigo.

Los chocolates siguen siendo siempre a tu salud.

Relatos con amor

Mi ídolo

Tú no lo sabes, pero nuestro amor comenzó en el Estadio Azteca. Lo recuerdo perfecto: era de noche, 2 de octubre de 2005. Allí, la NFL hacía su primer juego de temporada fuera de Estados Unidos (49ers de San Francisco vs. Arizona Cardinals), pero antes del Kickoff yo miraba el cielo y sus estrellas -me gusta el firmamento del otoño- y en ese instante ¡supe que estabas conmigo! ¡Mi corazón latió tan fuerte! Sentí como si de abajo hacia arriba me fuera llenando de una felicidad y un asombro tan grande que no paré de sonreír. No me podía concentrar en el partido, solo pensando en ti.

Desde entonces cambió todo en mi vida. Al siguiente día fui a conocerte: eras más pequeñita que una lenteja y ya te amaba; hacíamos todo juntas: ir a correr, trabajar, viajar. ¡Platicaba de todo contigo! Aunque creyeran que estaba loca, porque me veían hablando pensando que estaba sola, pero te contaba todo a ti. En las noches, después de trabajar, prendía los audífonos y te ponía el Aria en la cuerda de Sol de Bach.

En mayo del 2006, estaba a pocas semanas de abrazarte; me sentía tan feliz y a la vez algo rara porque no volveríamos a estar tan unidas como esos meses…pero entonces un estudio detectó algo que parecía una hernia y resultó en otra cosa que jamás había escuchado: gastrosquisis aguda, aparato digestivo y algunos órganos más estaban fuera de la caja torácica, de hecho fuera del cuerpo. No sabía que existía eso. ¡Me aterré tanto! Pero Dios, en su grandeza, a unos días de recibirte, envió a las personas correctas para ti: el Doctor Rubén Sauer Ramírez y el Doctor Mario Franco Gutiérrez.

El día que naciste no te conocí. Te llevaron directo a cirugía. A la mañana siguiente entré al cuarto de terapia intensiva para bebés ¡había muchos! y sin haberte visto antes, de inmediato te encontré: ¡más hermosa de lo que hubiese imaginado!

Pero al pasar los días, no mejoraban las cosas. Fue muy duro que me dieran de alta y salir del hospital sin llevarte conmigo en mis brazos.

Diario podía ir a verte solo por dos horas (a las 12:00 y a las 4:00), pero no podía cumplir mi sueño de cargarte: había muchas cosas en medio de un abrazo: catéter, sonda, cablecitos del monitor y tu reciente y delicada cirugía.

Aunque había que usar cofias, cubrebocas y batas quirúrgicas para entrar a visitarte yo me arreglaba como si fuera a una fiesta: me peinaba, me maquillaba me ponía mi mejor perfume porque iría a ver a la persona que más admiro en el mundo: ¡te vería a ti! ¡Vería a mi ídolo! Una pequeña guerrerita de menos de 50 centímetros que en cada hora estaba dando la más valiente batalla. Ante mis ojos tú diste la pelea del siglo. Te vi luchar con tanta fuerza contra cualquier pronóstico, que era imposible no acompañar tu dedicación. Nunca lloré frente a ti y nunca dudé de tu fuerza.

Te cantaba, te contaba cuentos, te platicaba cómo era el mundo tan hermoso allá afuera, esperándote con tantas personas que te aman.

Viviste dos operaciones más y seis transfusiones de sangre, ¡tu cuerpo era tan pequeñito y tu voluntad tan inmensa!

En uno de varios momentos, platiqué con Dios y le dije. “Señor: te agradezco infinitamente el tiempo que me has permitido pasar con la más grande bendición de mi vida. Dejo en tus manos lo que suceda pues tu voluntad es perfecta y sé que me darás la fuerza para vivir con lo que a bien tengas destinado para ella y para mi”. A la vez, todas las noches soñaba con abrazarte y cantarte ¡me hacías muchísima falta!

Pocos días después, tu abuela Bertha llevó al padre a bautizarte y no puedo más que decir que: pasaron unos días y MILAGROSAMENTE ya podías tomar leche y a la semana ¡te dieron de alta!

¡No podía creer que conocerías a tus abuelitos y nuestra familia, que sentirías el sol y el calor de sus rayos, que verías las flores y percibirías el aroma de la tierra mojada, ¡que dormirías a mi lado al fin!

Nunca hizo falta volver al hospital. ¡Eres tan sana y bendecida!

Desde entonces has sido mi mayor inspiración, mi fortaleza y mi eterna gratitud con Dios; aun no puedo creer que confiara tanto en mi como para poner en mis manos la vida de un alma tan maravillosa como la tuya.

Ver cómo te sentaste sola por primera vez, ver salir tu primer diente, dar tu primer paso, ¡escuchar tu voz por primera vez! Escucharla día a día, con tus ideas, descubrimientos, preocupaciones y cantos. Escuchar tu risa, que se volvió el sonido más hermosa de mi vida.

Recuerdo las noches que me esperabas, después de trabajar, para leer cuentos y cambiarles el final por una historia más bonita…o inventar nuestros propios relatos que nos hacían reír hasta quedarnos dormidas.

Cómo aprendiste a leer, escribir, patinar, pintar. ¡Cómo hemos crecido juntas, bebé!

No recuerdo la fecha del último día que te cargué, ni el último cuento que contamos, la última vez que rodamos por el pasto o que anduvimos en bici y aunque cada momento sigue impreso en mi corazón; recuerdo siempre a detalle la lucha más valiente que he atestiguado por salir al mundo a vivir: tu lucha.

Gracias, pequeña maestra, por tu eterna enseñanza. Gracias por elegirme, gracias por darme el regalo de ser tu mamá.

Relatos con amor

¡Escríbete!

Disfruto mucho escribir. Es una especie de terapia para ponerme atención y darme tiempo de comprender mis emociones, reflexionarlas y actuar con más inteligencia. Sin embargo, si soy honesta, suelo escribir mucho sobre otras vidas y para otras personas; pocas veces escribo algo propio o para mí y a pesar de ello, hoy empiezo a notar que escribir adquiere un toque fantástico.

Creemos que escribir es un acto casi extinto, aunque lo hacemos más que nunca para entrar en contacto con alguien vía WhatsApp, por ejemplo y también leemos más que antes, pues aunque no sean libros, sí ojeamos publicaciones en redes sociales como Facebook.

Damos mucho hacia los demás en escribirles o dedicar lecturas a los mensajes que nos envían, pero no muy seguido nos atrevemos a entrar a la casa de nuestras emociones y deseos para enfrentarlos y entenderlos.

En estos días de confinamiento, me he acercado a algunas líneas de la Katy que escribía a los siete años de edad, de la que, con sueño, cansancio y hambre, ya planificaba una meta nueva, o de la que se propuso un reto que logró cumplir.

De entre las líneas que más me gustan, está esta hojita azul. Entonces trabajaba en el Diario Deportivo Récord, vivía en Coyoacán (al sur de la Ciudad de México) y casi a diario debía ir al Centro Deportivo Olímpico Mexicano, CDOM, (al norte de la capital y que colinda casi con el municipio de Naucalpan, Estado de México). El traslado implicaba poco más de una hora si me iba por la Línea 2 del metro: desde la estación General Anaya hasta Toreo o Cuatro Caminos eran 23 paradas y de allí salía para tomar un transporte hacia el CDOM.

Además, el camino era largo desde la estación Toreo hasta el autobús. Había entre ambos puntos muchos puestos ambulantes y en uno de ellos me detuve a comprar una pequeña libreta. Era un lunes de diciembre de 2004. Era mi cumpleaños y en ese momento no sé por qué consideré que mi libretita sería un buen “autorregalo”, así que en la primera página me escribí una dedicatoria.

No diré, como Alejandro Jodorowski, que estas líneas se trataron de psicomagia, no fue así. Trabajé muy duro, me esmeré muchísimo y estudié a conciencia.

Exactamente ocho meses después de escribir esa carta, el 13 de agosto de 2005, bajaba del avión que me llevó desde Ámsterdam hasta la capital de Finlandia: Helsinki, donde tuve la gran oportunidad de cubrir los Campeonatos Mundiales de Atletismo, en los que Ana Guevara ganó la última de sus tres medallas mundiales (bronce en 400m), el ecuatoriano Jefferson Pérez conquistó un oro (20km marcha), Yelena Isibáyeva iniciaba el reluciente brillo de su nombre en el mundo (ganó oro y récord en salto con pértiga), Kenenisa Bekele siguió la estela hacia un camino de leyenda (ganó oro en 10,000m) y Usain Bolt tocó por vez primera las mieles mundialistas aunque se lesionó en la final de 200m…un sinnúmero de cosas más sucedieron y otras tantas viví yo. Tal como me lo escribí en esa carta: ¡Llegué allí!

Después me dio por el gusto de enviar postales. Enviaba postales a mi familia desde donde estuviera. Al llegar, después de instalarme en el hotel, lo primero que preguntaba era la ubicación del servicio postal y si en el camino se atravesaba alguna tarjeta con una foto linda del lugar en el que estaba, la compraba para escribir en la noche, al terminar de trabajar.

Casi siempre bajaba del vuelo de regreso a México y mis postales aún no llegaban a casa; muchas se perdieron en el camino, pero de las que escribí y lograron llegar al destino final, me mandé a mi ésta, en la madrugada en que se clausuraron los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro, Brasil, en 2007.

Aquí no hubo un ‘proceso mágico’ pues aunque lo escribí, lo deseaba y trabajé muy duro por ello, no llegué a China. No fui a los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 y, por doloroso que fue trabajar tan duro por seis años continuos y no lograrlo, decidí que esa ausencia en mis metas no definiría mi camino, que podría crecer aún más y con nuevas oportunidades de llegar a nuevas experiencias. Los sueños no han parado.

Tampoco se detuvieron las cartas. A veces a las 2:00am al terminar la jornada laboral, me daba algun tiempo para mandarme un mensaje, como este, a punto de iniciar los Juegos Centrocaribeños de Veracruz 2014.

Desde el pasado, me he mandado algunas líneas, pero muy a mi favor, he recibido muchísimas más.

Todas, desde que aprendí a escribir, las tengo guardadas en una canasta cuyo destino ya dije, pues quiero que esta canasta acompañe mi funeral, por si alguien gusta leer alguna.

Entre las reliquias que conservo, está el plan de una misión. Yo tenía nueve años y con mis amigos Ricardo y Fernando planificábamos que, al crecer, viajaríamos al Triángulo de las Bermudas y tras un sinnúmero de investigaciones (preguntando a nuestros papás y leyendo revistas, que eran nuestras máximas fuentes de información) concluimos que necesitaríamos un montón de cosas, algunas incluso las deberíamos inventar. Cuando teníamos un proyecto “más o menos claro” un día llegó Ricardo con dos hojas en las que plasmó todas nuestras ideas del viaje y aún lo tengo porque uno no sabe si en alguna emergencia se pueda necesitar de esta información anticontingencias. (De mi amigo Ricardo siempre me sorprendió su gran talento para dibujar en una época donde no se sabían valorar las virtudes artísticas, pues con frecuencia la maestra lo humillaba por no entender matemáticas; por suerte, él vivía en un mundo mucho más creativo y elevado que esos insultos).

En fin, que escribir es un placer que nos merecemos muy seguido y entre la distancia, hoy es un buen momento para expresar lo que sentimos a quienes queremos, estén cerca o lejos o para escribirnos a nosotros también. Puede doler, pero también puede sanar.

El tiempo le irá dando más valor a nuestras letras, podremos escribirnos nuevas cartas y cuando llegue el futuro y reencontremos nuestros textos, entre sonrisas y lágrimas nos sorprenderá descubrir quiénes éramos cuando nos dejamos ese mensaje y hacia donde avanzan nuestras líneas, con un nuevo recado por dejar.

Relatos con amor

Mi mamá es un hada

Antes de comenzar: me confieso profundamente egoísta y algo cobarde. Por muchos años he sido capaz de viajar en lo más profundo de historias ajenas para salir a contarlas, pero yo misma he sido temerosa en adentrarme a los lugares más sensibles de mi corazón y compartirle al mundo las joyas que en él encuentro. Pero aquí va una, una muy valiosa.

“Mamá que hable Osito”. Así le decíamos mi hermana y yo a mi mami por las noches, pues antes de dormir, ese pequeño oso guiñol con corbata de moñito platicaba con nosotras ¡Era tan divertido! ¡Hacía cosas tan chistosas! Después de platicar con Osito, nos sentíamos tan felices; era un momento de alegría y olvido, pues por esas fechas, mi hermana continuaba un prolongado tratamiento entre cirugías y rehabilitaciones, después de que en un accidente padeció quemaduras de hasta tercer grado.

Entonces no lo sabía, pero hoy veo que admiro muchísimo a mi mamá. Después del cansancio en el trabajo, atender pendientes en casa, cuidar la situación financiera, llevar a mi hermana al hospital y el dolor que le causaban las secuelas de ese accidente, su prioridad en esas noches era vernos felices.

Mi mamá es un hada. Aun cuando la vida se plagara de problemas, mi mami hacía magia y nos resguardaba de cualquier dificultad en un invisible pero resistente domo blindado, que creaba su corazón para nosotras: la protección de su amor incondicional; con él hacía que hasta la más grande dificultad se viera ínfima comparada con la simpleza de nuestra felicidad y nuestras sonrisas.

Su fortaleza para hacernos sonreír y sentirnos seguras, aun entre las adversidades, es una de las múltiples pruebas de su amor y uno de sus más grandes ejemplos en mi vida.

Hay cosas de ella que disfruto desde muy pequeña, una es escucharla cantar. ¡La voz de mi mamá es tan hermosa! Era yo muy chiquita pero recuerdo que al escucharla yo cerraba los ojos, y percibía cómo, a la par de su voz, las cuerdas de la guitarra obedecían a las yemas de sus dedos. Verla cantar se convirtió en una inspiración muy profunda en mi vida y entonces quise aprender a hacerlo yo también; pensaba adoptar eso como una herencia de sus manos a las mías, sin darme cuenta que en los fundamentos de mi ser, ya estaba ella, mi primera y más grande maestra, mi ejemplo, mi mamita.

Pero al aprender a tocar la guitarra, me di cuenta de los más simples detalles: que al principio duelen mucho los dedos y que poco a poco se hace callos en la mano que aprieta las cuerdas; que es necesario coordinar que una mano pise cuerdas y otra las haga sonar, mientras también hay que recordar la letra y cantar; pero especialmente, me di cuenta que al cantar, ella también me daba muchas enseñanzas. A veces me hacía sentir nostalgia, pero regularmente cantaba con valor. Valor es lo que más he aprendido de ella.

Yo llegaba al mundo en los últimos alientos del otoño y ella con sólo 20 años y sin instructivo alguno sobre cómo atender a una bebé rebelde, se dejó guiar por el amor y lo hizo en grande para cuidar de mí; entre sus brazos me arrullaba y protegía y desde entonces sé que estar con ella es como si la paz tuviera un perfume: abrazarla, respirar profundo y sentir su aroma hace de mi mundo un lugar hermoso.

Mi mamá es un hada y sus manos son mágicas: un día puede crear de la nada una hermosa sirena o darle vida a un elefante que cabe en la palma de mi mano, pero al siguiente puede quitar mis preocupaciones al acariciar mi cabello mientras me peina y cuando termina de hacerlo, me despeino para que de nuevo adentre sus dedos en mi cabello; podría hacerlo mil veces hasta sumirme en un sueño, mientras sonrío.

Gracias a mi mami viví miles de aventuras en lugares fantásticos que después supe, se llaman museos. ¡Nos encantaba ir a museos! A día de hoy es de las cosa que más disfruto hacer. Gracias a ella cada paseo era conquistar el capítulo de una aventura y era aún más divertido porque a veces mi mami nos llevaba vestidas de algún personaje. Mi mami es un hada que hace magia hasta con el tiempo; entonces veía tan común que ella, además de todas sus ocupaciones, hiciera un espacio en la agenda para coser nuestros disfraces y hoy daría lo que fuera por recuperar el mío de Caperucita Roja con el que íbamos a Chapultepec y mi hermana iba de conejito; o los que hizo cuando era Día de las Madres o de la Primavera o para las Pastorelas. Siempre hizo tanto. Siempre ha hecho mucho más de lo que “debe”, para llenar de ternura y amor cada acto hasta tocar los límites de lo que “quiere”.

Mi mami me enseñó a ser atenta con las personas desde que era yo muy pequeña. Una ocasión hubo visitas en la casa y mientras los adultos platicaban, me fui a la cocina a preparar las viandas de nuestros invitados, pero cuando llegué a la sala, con charola en mano, todos morían de risa, pues puse en ella lo que a mis cuatro años de edad tenía al alcance: los bolillos duros que mi abuelita había dejado para hacer pan molido y un poco de agua simple. Aunque yo no entendía que eso no sería apropiado, sí entendí que mi mami valoraba mucho mi intención y mi ternura, características que solo son reflejo de lo hermosa que es ella misma, porque sin ella no habría yo aprendido a ser así.

En los viajes por carretera, en verano nos íbamos de vacaciones a ver a nuestra querida familia en Guadalajara. Mi mami nos acondicionaba una cama en la parte de atrás del auto para que viéramos cómo cambia el color del cielo, su firmamento, el albor del sol y su caída. Siempre me ha enseñado lo valioso que es mirar a las estrellas.

He visto a mi mamá cruzar por las batallas más cruentas, lidiar con monstruos que parecían indestructibles y he visto cómo de su corazón emerge con la fuerza para engrandecer su valor y hacer de lo adverso una enseñanza.

Hace años, cuando me rompí el pie, ella se encargó de cuidarme, a cada momento, de darme felicidad en un proceso doloroso, de salir a pasear aunque implicara cargaruna silla de ruedas; entonces también me compartió algunos secretos de su magia: me enseñó a tejer. No lo hago tan bien y a veces me desespero, pero cada vez que lo intento, pienso en ella y en cuánto me gusta verla cuando teje.

Mi mamá ha dedicado su vida a enseñarme, aun cuando he sido una alumna irreverente, difícil y rebelde. Con su amor incondicional, fue paciente, para amarme aun conociendo las peores versiones de mi ser, aun cuando fuera difícil tratar de comprenderme (porque hubo una época en la que ni yo misma me entendía) y a pesar de ello, siempre ha estado dispuesta a ayudarme; aunque a veces me viera tomar decisiones que claramente me llevaban a caer, ella a veces me ha advertido y otras, sabe que necesito vivir esa experiencia y, por doloroso que ha sido, respeta mis locuras y sus consecuencias; siempre está lista para recibirme después de mis tropiezos, para abrazarme y demostrarme que puedo dar más, llegar más lejos, soñar más alto, potenciar lo mejor de mí.

Mi mami me ha enseñado que es una falta de respeto no dar lo mejor de uno mismo en honor a los dones y las bendiciones que recibe y que si quiero resultados excelentes, antes debo vivir cada momento en excelencia.

Conocerla en sus distintas facetas me inunda el corazón de amor. Ver su versión como una hija responsable, cuidadosa y amorosa, que hasta el último aliento de mis abuelitos dio todo lo mejor para ellos, compartirme el dolor de despedirse de ellos y hasta a veces puedo ver la añoranza que nació en su corazón ahora que no están; pero también conocerla como abuelita me ha hecho disfrutar de su alegría, su risa y sus travesuras. ¡Me hace tan feliz! Al verla sólo pienso: “Mami: espero cada día parecerme más a ti”.

Mi mami ha sido mil veces mejor mamá de lo que he sido como hija. Su bondad, sabiduría, creatividad, alegría, inundan mi corazón de su presencia.

No tengo tantos recuerdos en la mente como la cantidad que guardo en mi corazón. Gracias mami por todo lo que me has dado, anticipadamente te agradezco por todo lo que aún está por llegar y te prometo honrar todas las alegrías, enseñanzas y lágrimas que hemos vivido juntas; ni una experiencia ha sido en vano.

Te amo mamá.

Relatos con amor

Mi primer Mejor Amigo

KATYA LÓPEZ

El Doctor García se llevó la gran mano derecha a su cabeza sin cabello y se quitó los lentes, mientras con su gran mano izquierda sostenía un documento, analizando, sentado frente a su escritorio. “Pues va a nacer en diciembre”, dijo. “Que nazca cualquier día de diciembre, aquí voy a estar, cualquier día: Noche Buena, Navidad, Fin de Año, Año Nuevo, cualquier día que quiera, ¡menos el 12 de diciembre! Ese día es el santo de mi mamá, de mi esposa y de mi hija”.

No debió decirlo. La consigna fue el calvario de todos. Tal como el Doctor García no quería, la tarde del 12 de diciembre empezaron las contracciones y tal como avisó, él no estaba disponible, pues celebraba a todas sus Lupitas.

En aquellos años no había whatsapp, ni redes sociales, vaya no había internet o celulares, ni siquiera bípers (para quienes recuerden aquel aparatito que transmitía mensajes de emergencia en los 90). No había nada más que números fijos y, como advirtió, el Doctor García no era localizable y aunque lo fuera, estaría indispuesto para la emergencia.

Así fue como dos jóvenes, Lilí de 20 años y Adolfo de 21, llegaron a donde siempre los citaba el Doctor García: un hospital geriátrico de la Colonia Contry Club en Coyoacán pues estaban a escasas horas de convertirse en padres…¡sin la ayuda de un adulto!

No había más remedio. Aún antes de nacer se vislumbraron los indicios revolucionarios: “Ah el 12 de diciembre no estará, eh Doctor? ¡Pos el 12 de diciembre nacemos!”. Sin doctor, sin partera, entre las serenatas, los fuegos artificiales y los festejos para la Virgen de Guadalupe, ya entrada la noche ¡era hora de nacer! Cerca de la 1:00am del 13 de diciembre, Adolfo recibió a la artera anarquista: era yo.

Así fue como conocí al primer Mejor Amigo de mi vida: mi papito. Sus manos fueron las primeras que me abrazaron, sus ojos los primeros que me vieron y su aliento el primero que respiré.

¿Quién lo diría? Dos años atrás, estaba hospitalizado, con la vida en un hilo a causa de una fractura en el cráneo y en la incertidumbre de si al menos tendría capacidad de hablar. Sin importar el diagnóstico, su ímpetu rebasó cualquier expectativa y dejó boquiabierto hasta al especialista más experimentado en el Hospital de Neurología. Un accidente no definiría su vida, ni su persona, ni su destino. Un accidente no describiría quién es. Todo lo que de él se dijera no dependería de nadie más que de sí mismo. Así cambió su pronosticada historia y, entre otras diez mil cosas increíbles más que ha hecho, en aquel entonces, se convirtió en mi papá; quizá la cosa más maravillosa que hizo por mí, junto con ayudarme a llegar al mundo.

Esa madrugada de diciembre allí estábamos los tres: mamá, papá y Katy, en la continuidad a la vida. Desde mis primeros respiros, él se convirtió en mi primer Mejor Amigo. Ayudarme a nacer creo es suficiente motivo, pero no fue el único.

Cada instante ha sido alegría y aprendizaje para ambos. Siempre entre canciones, viajes de madrugada por carretera en vacaciones, juegos en las ferias de la casa -para celebrar a San Mateo, San Diego, San Lucas y los muchos otros santos con iglesia en Coyoacán- o ya más grande, viajar con él en motocicleta.

Mi mami y él me enseñaron a hablar y, como es deducible, empecé a hacerlo muy pronto: al año y medio de edad, según mi mami, ya platicaba (desde entonces) largamente y, lo recuerdo bien, a ellos dos yo les decía: Mamita y Mamito.

Mi papito hizo los muebles para el cuarto de mi hermana y mío. Me enseñó a bailar. ¡Salió en una película! (Dunas, 1984). Cada noche de invierno me arropaba con mucha ternura para no tener frío y al despertar, siempre nos decía «¡Arriba y adelante con el Atlante!». Yo despertaba despeinada y pensaba “¿Papi: en serio le vamos al Atlante?” Después descubrí que era nuestro grito de guerra para empezar el día.

Cuando estudiaba Periodismo, mi papito me preparaba dos sándwiches: uno para mí y otro por si alguno de mis compañeros no había desayunado. Podría contar una lista interminable de su capacidad de dar, pero deshonraría sus propios actos si los ensuciara en medio de la confusa presunción.

De su parte, todo ha sido enseñanza pero nunca imposición autoritaria ni ofensiva.

Yo era muy inexperta la primera vez iba a entrevistar a Ana Guevara. Tenía 19 años. Estaba muy nerviosa y, como siempre, él me llevó a la cita. Antes de bajar del coche, platicamos:

– Papito, tengo mucho miedo ¿qué tal si le pregunto algo que le parezca tonto y se enoja conmigo?

– No te preocupes. Ella es tan humana como tú, le pasan las mismas cosas que a ti y seguramente también en algún momento sintió lo que tú sientes. No dejes de ser tú y te va a ir bien. Me dijo, me dio un beso y lo abracé, como una niña que va a su primer día de clases en el kínder y cuyo padre confía en quién es su hija.

Ese consejo me ha durado toda la vida. Ese y muchos otros. Un día lancé basura al cesto y no cayó en su lugar, fui a recogerla del suelo y la deposité; entonces me dijo “El flojo trabaja dos veces”. Hace poco me llevó al trabajo y, bueno, ya saben cómo somos los hijos. “Papi: ¡ya estoy muy grande para que me hagas mi lunch y me traigas a la oficina!”, le dije y él me contestó:

«Así tengas 100 años y yo tenga 200 años, siempre serás mi bebita y mientras yo pueda, te voy a ayudar”.

Me faltan líneas y me sobran lágrimas para describir todo lo que me ha enseñado, todo lo que ha hecho por mí.

Todo lo he aprendido de él con mucho amor y ahora que lo veo en retrospectiva, le tengo una admiración, una gratitud y un respeto que quizá poco le he confesado. Nunca será suficiente. Lo que hacemos o decimos por nuestros seres queridos nunca basta, pero siempre nos llenará hacérselos saber: siempre hacerles ver cuánto les amamos, cuánto les aprendemos, cuán valiosos son en nuestras vidas.

Dicen que uno no sabe cuánto lo quieren sus padres hasta que tiene a sus hijos y cuando estuve en su lugar comprendí todo. También dicen que uno es mejor abuelo que padre y si conmigo mi papito ya era maravilloso, ha sido extraordinario descubrir todo lo que es y hace siendo abuelito.

Su vida ha sido ayudar. No escatima, no segrega, no evade ningún momento. Para algunos sería un engorroso compromiso y para él es la oportunidad de compartir lo mejor de su ser, con tal de ver feliz a alguien más.

Es una bendición que llamo: mi papito, mi héroe. Al que conozco, admiro y agradezco desde la primera vez que abrí los ojos y así haré hasta mi último respiro. Con el que he estado en clase continua desde los primeros segundos de mi vida. Por siempre será mi primer Mejor Amigo.

…después de leer, mi papito escribió esto:

“Cuando conocimos al Doctor García, siempre nos decía que el 12 de diciembre no estaba dispuesto para nadie porque festejaba a todas sus ‘Lupitas’ y se ponía más que borracho, pero eso a mí no me importó y le llamé a su casa.

Afortunadamente, me contestó el Dr. Sebastian García y luego de recibe su cordial y caluroso saludo (o sea una mentada de madre, como era su costumbre) le dije que tenía que estar en el hospital. 

Llegó después de un para de horas. Venía manejando su coche ¡se subió a la banqueta! Abrió la puerta con mucho trabajo, se bajó casi a gatas, llegó y me dijo “creo que vas a tener que cambiarte”. Así que me puse mi ‘traje de gala azul cielo’: una bata y un pantalón que me quedaban inmensamente grandes.

Después de un rato, cuando ya estábamos dentro del quirófano, el doctor no llegaba. Estábamos con otra chica asistente, los tres inexpertos…o digamos más bien que inútiles, sólo nos veíamos las caras de asustados.

Tú Katy decidiste salir y en ese momento ¡se me quitó el miedo, angustia y todo lo que te puedes imaginar! Te recibí en mis manos y todo cambió para mí. Verte y sentirte en mis manos me cambió la vida y gracias a ustedes, yo cambié para hacer lo posible en ayudarles y tratar de ser un buen padre (…) te agradezco lo que me escribiste. ¡Las amo y siempre tendrán mi apoyo incondicional! ¡QUE DIOS BENDIGA A NUESTRA FAMILIA!

 

Deportes, Relatos con amor

Querido Profe Hausleber…

Le debo esta carta hace años y sé bien que desde el terso infinito ya conoce las verdades de estas líneas, pero en honor a las memorias y por la insistencia de mi corazón, aquí le escribo.

Profe lo extraño mucho y en cada oportunidad platico alguno de nuestros secretos. No se enoje, es la mejor forma de tenerlo presente. En las mañanas, con el aroma del café, me acuerdo de nuestras charlas y aún me río de sus corajes, cuando escuchaba esas recepciones honorables “Demos la bienvenida al ‘Padre de la Marcha Mexicana’: el Profesor Jerzy Hausleber” y usted entre dientes murmuraba “¡Ah! Ya van a empezar estos a chingar con el 11º mandamiento: ¡No mamen!”.

ProfeyYoÉsta es de cuando inauguraron la pista del CNAR que lleva su nombre, y portó en el pecho la Orden del Águila Azteca.

Pero ¿Qué quería Profesor? Si con su autoritario y escandinavo carácter guió a nueve hombres hasta ganar medallas olímpicas y a muchas generaciones a brillar con más de 100 ascensos a podios por todo el mundo; no se le podía nombrar de otra forma. Ahora entiendo que sus ácidas respuestas, eran una humildad repulsiva a los homenajes. “Si yo soy el ‘Padre de la Marcha Mexicana’, díganme dónde está la madre, para que no me echen nomás a mí la culpa de todo el desmadre este”, también decía.

Antes de conocerlo, Profesor, yo le tenía miedo. Sólo sabía que usted era un viejillo inflexible, serio, de imponente actitud e intolerante a la idiotez (quizá eso último era lo que más me intimidaba); pero tenerlo en mi vida marcó una inflexión muy importante. No me tocó verlo en su apogeo como entrenador, pero conocí al ser humano: a un hombre encantador y valiente, a un caballero de corazón guerrero, cuyo latir se movía al vaivén de sístoles ácidas, como el limón, y diástoles, dulces como la miel. Valoro la fortuna de compartir sus pláticas, porque cada momento a su lado era tomar clase.

Me dolió mucho saber sobre la muerte de sus hermanos, durante las Guerras Mundiales, uno ejecutado por el Ejército Rojo y otro por el Italiano; hasta entonces entendí que Polonia quedó a su suerte en fuegos cruzados. Recuerdo su mirada vaga, buscando tal vez entre el dolor de la añoranza, algún recuerdo de ellos. También me dolieron sus piernas, fracturadas hace muchísimos años en una caída, mientras practicaba esquí nórdico. Me dolió que sus ojos atestiguaran esta fragmentada marcha atlética mexicana, como si fueran los restos huesudos de lo que usted había creado.

IMG_8358Sin cita previa, nos encontrábamos en uno u otro lugar, aquí en la Olimpiada Nacional de Tijuana.

 

¿Pero sabe? Una de mis partes favoritas de ir a la Olimpiada Nacional, era saber que estaría usted allí, sentadito bajo la sombra de una carpa. Usted podía ver todos los eventos y categorías, sin discriminar edades, ni disciplinas, sus ojos iban atentos a las pruebas de marcha, como las de martillo o salto, mientras me contaba alguna historia que me haría reír y yo sólo  le hacía preguntas bobas, o alguno de mis malos chistes, mientras brindábamos con traguitos de bebidas isotónicas.

Con usted aprendí además que ser digno no va asociado con riquezas. Tener una imagen digna no es vestir ropa cara, es conservarse limpio, con un atuendo arreglado, con cabello peinado y un aroma que evoque el agrado de nuestra presencia. Siempre lo vi de traje y corbata, y cuando llegaba, su loción English Leather se quedaba en la oficina y se mezclaba con el olor del café y una concha de chocolate.

¿Se acuerda lo agobiada que estaba antes de iniciar la locución en la Copa del Mundo de Marcha de Chihuahua? Era Mayo de 2010. Estudié mucho esos días y le dije que tenía miedo a equivocarme en público, de hecho no me paraba la boca en explicarle cómo me sentía; siempre me dejó hablar mucho, porque usted sabía que el silencio me pone nerviosa, pero cuando me quedé callada, dijo sólo cuatro palabras: “Lo hará muy bien” y con esa frase me lancé a esa nueva aventura.

Al terminar la primera jornada, se acercó y me dijo “Ahora sí puedo decir que en usted tengo una nieta más”. No sé si alguna vez le diría eso al Sargento Pedraza, a Canto o a Bautista, pero para mi esa frase suya vale más que todas las medallas olímpicas de la marcha mexicana.

Hace unos días leía un periódico de 1970. Decía: “México hace el 1-2 en marcha; Colín llora descalificado, Hausleber satisfecho”. Me reí mucho. Imaginé que su actitud campante no respondía ni al oro ni a la plata, sino a ver a alguien sufrir por sus errores. Quizá estoy loca y pienso así bajo los influjos de ese humor ácido que me contagiaba usted.

Y ya poniéndonos ácidos, ¿le digo algo? Usted se hizo el difícil con la muerte. ¿Se acuerda cuando le dieron los infartos? ¿O cuando lo picó la araña violinista -de las más venenosas que existen- y que los pronósticos estaban en contra? Tan pronto salió del hospital y fue a visitarnos, me enseñó su pierna y me dijo que estaba tan hinchada como la pata de un elefante y era cierto. Me reí mucho, porque el pantalón no le subía para que me enseñara el piquete; no lo pude evitar, pero ahora creo que a usted le gustaba escuchar mis carcajadas.

ProfeHausleberyYoNos la tomó Carlos Ochoa, entre alguna de muchas pláticas, tomando café.

Por eso, la última vez que estuvo en el hospital, me mentalicé a una cosa: si lo visitaba, sería para hacerlo reír tanto como usted a mí. Ese jueves, cuando llegué a su cama, estaba dormido y me puse triste; me pidieron esperar, pues despertaría pronto y así hizo. Usted estaba tan de mal humor, como un niño de 4 años que no quería tomar sus medicinas y a regañadientes las tragó todas. No me había visto, por eso me acerqué y hablé fuerte «¡PROFEEEESOOOR!», le dije. Me quedaré por siempre con el recuerdo de ese rostro suyo: sorprendido, emocionado, radiante, feliz. “¡Tenía una semana que no nos sonreía! Deberías venir más seguido”, me dijo Gregorio, su acompañante, mientras usted me tomó la mano con fuerza.

Me dijeron que ya no podía hablar y vi su inmenso esfuerzo por intentarlo. Sólo nos faltó el café. “¿Dónde ha estado? ¿Qué está haciendo?”, me preguntaba, mientras me veía con un brillo alegre en los ojos. Ya no recuerdo todo lo que nos dijimos, pero sí que usted se reía y apretaba con más fuerza mi mano.

Después llegó una enfermera a decir que el sábado lo darían de alta. Usted y yo comprendíamos de qué se trataba todo y no quise llorar. “¡Ya ve Profe, ya se va a dar lata en su casa! Siga igual, no se tome las medicinas, sea desobediente, refunfuñe mucho”, le aconsejé, usted asintió mientras reía. Supe que me haría caso. Al despedirme, me besó la mano, después la frente, nos abrazamos muy fuerte y sonreímos. Quiero agradecerle, Profe, por permitirme vivir el adiós más hermosa de mi vida.

Justo a la semana siguiente, usted se fue. Lloré mucho en la mañana, pero cuando fui a verlo, estuve tranquila, casi feliz, creo que en ese momento me di cuenta de lo afortunada que soy de haber compartido con usted tantos momentos tan bonitos.

En su funeral, yo no quería llorar, sólo quería platicar de todas las cosas divertidas y chistosas que pasamos juntos; tenía ganas de decir «miren: ¡la vida extraordinaria que tuvo y la fortuna que tuvimos de atestiguarla!»; tenía ganas de que otros me compartieran recuerdos sobre usted, desde el Profesor Tadeuz Kepka, el Profesor Andrzej Piotrowski, el propio Daniel Bautista, Carlos Mercenario, Ernesto Canto y un desfile de personas que lo quisimos y lo seguiremos queriendo mucho. Entonces me enteré que usted no nació en Polonia, sino en Lituania, cuando el mundo tenía otros países, otras delimitaciones, otros ritmos.

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No sé por qué no le di un pésame a su hijo menor, por el contrario, de mi boca salió una especie de felicitación. “Eres un gran hijo, Andrés”, le dije a él que lo cuidó por tantos años.

Profe, no se enoje, esta carta no es homenaje, es mi catarsis por no poder platicar más con usted. A mi y a mi café matutino nos hacen falta sus consejos, sus comentarios y su peculiar forma de animarme. Recuerdo un día que me sentía muy mal y le dije “Profe me duele mucho la cabeza” y usted me respondió “pues qué bueno que le duela, quiere decir que todavía tiene la cabeza con usted”. Para no perder la costumbre, sí, me reí mucho. Siempre que algo me duele, recuerdo eso que me dijo y pienso “¡Es cierto! ¡Sigo viva!”.

Le mando muchos besos y abrazos, allá en el rincón azul de una mejor dimensión, donde ya está con sus hermanos, donde no le duelen las piernas y donde seguro también hay arañas violinistas, pero ya no atacan a nadie. Lo quiero mucho, Profe.