Relatos con amor

Mi primer Mejor Amigo

KATYA LÓPEZ

El Doctor García se llevó la gran mano derecha a su cabeza sin cabello y se quitó los lentes, mientras con su gran mano izquierda sostenía un documento, analizando, sentado frente a su escritorio. “Pues va a nacer en diciembre”, dijo. “Que nazca cualquier día de diciembre, aquí voy a estar, cualquier día: Noche Buena, Navidad, Fin de Año, Año Nuevo, cualquier día que quiera, ¡menos el 12 de diciembre! Ese día es el santo de mi mamá, de mi esposa y de mi hija”.

No debió decirlo. La consigna fue el calvario de todos. Tal como el Doctor García no quería, la tarde del 12 de diciembre empezaron las contracciones y tal como avisó, él no estaba disponible, pues celebraba a todas sus Lupitas.

En aquellos años no había whatsapp, ni redes sociales, vaya no había internet o celulares, ni siquiera bípers (para quienes recuerden aquel aparatito que transmitía mensajes de emergencia en los 90). No había nada más que números fijos y, como advirtió, el Doctor García no era localizable y aunque lo fuera, estaría indispuesto para la emergencia.

Así fue como dos jóvenes, Lilí de 20 años y Adolfo de 21, llegaron a donde siempre los citaba el Doctor García: un hospital geriátrico de la Colonia Contry Club en Coyoacán pues estaban a escasas horas de convertirse en padres…¡sin la ayuda de un adulto!

No había más remedio. Aún antes de nacer se vislumbraron los indicios revolucionarios: “Ah el 12 de diciembre no estará, eh Doctor? ¡Pos el 12 de diciembre nacemos!”. Sin doctor, sin partera, entre las serenatas, los fuegos artificiales y los festejos para la Virgen de Guadalupe, ya entrada la noche ¡era hora de nacer! Cerca de la 1:00am del 13 de diciembre, Adolfo recibió a la artera anarquista: era yo.

Así fue como conocí al primer Mejor Amigo de mi vida: mi papito. Sus manos fueron las primeras que me abrazaron, sus ojos los primeros que me vieron y su aliento el primero que respiré.

¿Quién lo diría? Dos años atrás, estaba hospitalizado, con la vida en un hilo a causa de una fractura en el cráneo y en la incertidumbre de si al menos tendría capacidad de hablar. Sin importar el diagnóstico, su ímpetu rebasó cualquier expectativa y dejó boquiabierto hasta al especialista más experimentado en el Hospital de Neurología. Un accidente no definiría su vida, ni su persona, ni su destino. Un accidente no describiría quién es. Todo lo que de él se dijera no dependería de nadie más que de sí mismo. Así cambió su pronosticada historia y, entre otras diez mil cosas increíbles más que ha hecho, en aquel entonces, se convirtió en mi papá; quizá la cosa más maravillosa que hizo por mí, junto con ayudarme a llegar al mundo.

Esa madrugada de diciembre allí estábamos los tres: mamá, papá y Katy, en la continuidad a la vida. Desde mis primeros respiros, él se convirtió en mi primer Mejor Amigo. Ayudarme a nacer creo es suficiente motivo, pero no fue el único.

Cada instante ha sido alegría y aprendizaje para ambos. Siempre entre canciones, viajes de madrugada por carretera en vacaciones, juegos en las ferias de la casa -para celebrar a San Mateo, San Diego, San Lucas y los muchos otros santos con iglesia en Coyoacán- o ya más grande, viajar con él en motocicleta.

Mi mami y él me enseñaron a hablar y, como es deducible, empecé a hacerlo muy pronto: al año y medio de edad, según mi mami, ya platicaba (desde entonces) largamente y, lo recuerdo bien, a ellos dos yo les decía: Mamita y Mamito.

Mi papito hizo los muebles para el cuarto de mi hermana y mío. Me enseñó a bailar. ¡Salió en una película! (Dunas, 1984). Cada noche de invierno me arropaba con mucha ternura para no tener frío y al despertar, siempre nos decía «¡Arriba y adelante con el Atlante!». Yo despertaba despeinada y pensaba “¿Papi: en serio le vamos al Atlante?” Después descubrí que era nuestro grito de guerra para empezar el día.

Cuando estudiaba Periodismo, mi papito me preparaba dos sándwiches: uno para mí y otro por si alguno de mis compañeros no había desayunado. Podría contar una lista interminable de su capacidad de dar, pero deshonraría sus propios actos si los ensuciara en medio de la confusa presunción.

De su parte, todo ha sido enseñanza pero nunca imposición autoritaria ni ofensiva.

Yo era muy inexperta la primera vez iba a entrevistar a Ana Guevara. Tenía 19 años. Estaba muy nerviosa y, como siempre, él me llevó a la cita. Antes de bajar del coche, platicamos:

– Papito, tengo mucho miedo ¿qué tal si le pregunto algo que le parezca tonto y se enoja conmigo?

– No te preocupes. Ella es tan humana como tú, le pasan las mismas cosas que a ti y seguramente también en algún momento sintió lo que tú sientes. No dejes de ser tú y te va a ir bien. Me dijo, me dio un beso y lo abracé, como una niña que va a su primer día de clases en el kínder y cuyo padre confía en quién es su hija.

Ese consejo me ha durado toda la vida. Ese y muchos otros. Un día lancé basura al cesto y no cayó en su lugar, fui a recogerla del suelo y la deposité; entonces me dijo “El flojo trabaja dos veces”. Hace poco me llevó al trabajo y, bueno, ya saben cómo somos los hijos. “Papi: ¡ya estoy muy grande para que me hagas mi lunch y me traigas a la oficina!”, le dije y él me contestó:

«Así tengas 100 años y yo tenga 200 años, siempre serás mi bebita y mientras yo pueda, te voy a ayudar”.

Me faltan líneas y me sobran lágrimas para describir todo lo que me ha enseñado, todo lo que ha hecho por mí.

Todo lo he aprendido de él con mucho amor y ahora que lo veo en retrospectiva, le tengo una admiración, una gratitud y un respeto que quizá poco le he confesado. Nunca será suficiente. Lo que hacemos o decimos por nuestros seres queridos nunca basta, pero siempre nos llenará hacérselos saber: siempre hacerles ver cuánto les amamos, cuánto les aprendemos, cuán valiosos son en nuestras vidas.

Dicen que uno no sabe cuánto lo quieren sus padres hasta que tiene a sus hijos y cuando estuve en su lugar comprendí todo. También dicen que uno es mejor abuelo que padre y si conmigo mi papito ya era maravilloso, ha sido extraordinario descubrir todo lo que es y hace siendo abuelito.

Su vida ha sido ayudar. No escatima, no segrega, no evade ningún momento. Para algunos sería un engorroso compromiso y para él es la oportunidad de compartir lo mejor de su ser, con tal de ver feliz a alguien más.

Es una bendición que llamo: mi papito, mi héroe. Al que conozco, admiro y agradezco desde la primera vez que abrí los ojos y así haré hasta mi último respiro. Con el que he estado en clase continua desde los primeros segundos de mi vida. Por siempre será mi primer Mejor Amigo.

…después de leer, mi papito escribió esto:

“Cuando conocimos al Doctor García, siempre nos decía que el 12 de diciembre no estaba dispuesto para nadie porque festejaba a todas sus ‘Lupitas’ y se ponía más que borracho, pero eso a mí no me importó y le llamé a su casa.

Afortunadamente, me contestó el Dr. Sebastian García y luego de recibe su cordial y caluroso saludo (o sea una mentada de madre, como era su costumbre) le dije que tenía que estar en el hospital. 

Llegó después de un para de horas. Venía manejando su coche ¡se subió a la banqueta! Abrió la puerta con mucho trabajo, se bajó casi a gatas, llegó y me dijo “creo que vas a tener que cambiarte”. Así que me puse mi ‘traje de gala azul cielo’: una bata y un pantalón que me quedaban inmensamente grandes.

Después de un rato, cuando ya estábamos dentro del quirófano, el doctor no llegaba. Estábamos con otra chica asistente, los tres inexpertos…o digamos más bien que inútiles, sólo nos veíamos las caras de asustados.

Tú Katy decidiste salir y en ese momento ¡se me quitó el miedo, angustia y todo lo que te puedes imaginar! Te recibí en mis manos y todo cambió para mí. Verte y sentirte en mis manos me cambió la vida y gracias a ustedes, yo cambié para hacer lo posible en ayudarles y tratar de ser un buen padre (…) te agradezco lo que me escribiste. ¡Las amo y siempre tendrán mi apoyo incondicional! ¡QUE DIOS BENDIGA A NUESTRA FAMILIA!

 

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