Katilunga
Amo las cosas que me asombran. Amo demasiadas cosas. Amo, por ejemplo, las flores. Amo en especial a las silvestres.
Amo los dientes de león, que aparecen a finales del verano, entre camellones de las calles. Se mantienen estoicos aún al acelerado y feroz ritmo de un auto y aunque revolotean, siguen completos; sin embargo, se desprenden con el primer y delicado aliento de un deseo.
Amo las flores y me asombran. ¿Cómo es que llegan a la vida con la única tarea de ser hermosas y llenar de perfume su belleza? Un oficio tan trivial y delicado, que no alcanzo a comprender cómo en su vanidoso, egoísta y tierno objetivo radica la esencia de los ciclos de la vida.
Me asombran las flores que, como bailarinas de ballet, construyen su elegancia y su hermosura sobre una estructura flexible y resistente. ¿Cómo un tallo tan delgado y delicado sostiene sobre sí tanta belleza? Por hermosa y pesada, es una obra que ni el más grande arquitecto ha emulado.
Amo su capacidad de improvisar. Cada verano me sorprenden con múltiples detalles ¿en qué lugar saldrán? ¿de qué color serán?
Amo la valentía que ni ellas notan. ¿Cómo es que en el lúgubre frío y la oscura tierra, combaten y germinan por alcanzar las cálidas caricias del sol en el verano?
Al llegar el otoño, las despido y doy gracias por su esfuerzo, por dotar de brillo y esperanza mis trayectos. En un año más vendrán de vuelta, sorprenderán mi andar y darán vida.
Amo las flores. Tan simples y asombrosas.