El camino de una periodista

‘Detrás del periodismo’ en Corea

Ser reportera es vivir -como bien dijo Gabriel García Márquez- «el mejor oficio del mundo». Uno tiene licencia para preguntar de todo, indagar y salir a comunicar lo que uno descubre. Un día estás en un evento cerca del Presidente del país, o en una conferencia con el hombre más rico del mundo y al siguiente junto a los escombros de un edificio que cayó por un sismo; continuamente estás retando tu capacidad de reacción. Pero el ‘detrás de cámaras’ no es siempre tan glamoroso: a veces estás sin comer ni dormir, haciendo guardia, sin luz, sin señal de internet para enviar o en zonas y situaciones donde corres peligro.

Algo así viví hace muchos años y a muchos kilómetros de Mexico, en Corea del Sur, un país en continua tensión por los constantes acosos bélicos de su vecino del norte. Eso era suficiente agobio, pero por fortuna, la coexistencia con más de 5 mil personas en el Campeonato Mundial de Atletismo me tenía, felizmente, en mi primer visita por Asia.

Pero, recuerdo bien cuando empezó mi caos: era el viernes 2 de septiembre de 2011 y yo desfallecía de dolor. Estaba enferma. No entendía de qué, pero debía actuar rápido.

El Mundial ya estaba por culminar (de hecho Usain Bolt ya había sido descalificado por salida en falso en la final de los 100m) y antes de iniciar la jornada vespertina, acudí a servicio médico. Me atendieron dos chicos, doctores generales coreanos, que si sabían medicina, pero apenas sabían inglés. Un italiano muy amable se ofreció a traducir mis pesares, aunque no hablaba ni español, ni inglés, ni coreano y en ese ‘teléfono descompuesto’, el médico concluyó que yo tenía ¿hemorroides? y ante el errático diagnóstico, salí del consultorio a pensar en un Plan B.

Ya era de noche y con mi melancólico paso errante, fui al front desk del Media Center. Unas lindas y jóvenes voluntarias coreanas de traje sastre, con falda azul marino, blazer rojo y un coqueto sombrerito de paja, portaban un botón con el idioma al que traducían. «¡Ya me vi!», pensé entonces. (Déjenme poner contexto: por esas fechas aún no existía el servicio de mensajería de facebook y WhatsApp tenía dos años de existencia, aún no estaba tan extendido en el mundo).

Ninguna voluntaria hablaba español ni inglés, pero una traductora de francés, muy encarecida -quizá por mi rostro premortuorio- me ayudó. «Me siento muy mal. ¿Puedes por favor llama a la Villa de Atletas a alguien de México?», le dije. Así encontraría un doctor que me entendería y tendría mi remedio. ¡Simple! La voluntaria me pidió esperar.

Y mientras esperaba una llamada celestial, me senté en un cómodo sillón del lobby de la sala de prensa, a pensar cómo sería el proceso de repatriación de mi cuerpo desde Corea a México «ojalá no me vayan a poner maletas encima», pensaba «debí traer alguna prenda de vestir». Me quedé dormida.

La linda chica tenía en la línea a alguien para mí. «No es de México, pero habla español», me dijo. Bueno, ya íbamos de gane.

Me pasó el auricular y hablé, hablé y hablé tanto como si fuera un confesionario. «Espero que nadie alrededor de esta recepción entienda español ni se enteren de mis dolencias», pensaba a la par de mi voz, que mientras tanto alegaba los achaques de mi cuerpo.

Después de casi diez minutos de tanto hablar, la voz al otro lado del teléfono me dijo «Ok. A ver mira, no soy doctor…pero conozco a doctores de España; ahora mismo les llamo, espera allí y cuando tenga respuesta, te marco», dijo aquella voz de hombre joven.

Después supe que la voz pertenecía a un atleta y no cualquiera: el venezolano Eduar Villanueva, quien estuvo a 19 centésimas de segundo de ganarle al mexicano Juan Luis Barrios, en los 1,500m de los Juegos Centrocaribeños de Mayagüez 2010 y se quedó la plata.

Un año antes era rival y hoy, sin haberle visto a la cara, ni él a mí, se esforzaba por salvarme la vida.

De nuevo al sillón de los sueños ¿por qué no? Me quedé pasmada pensando en él. Dos días antes, Eduar rompió su récord nacional en 1,500m (3:36.96 minutos), me apoyaba a las 9 de la noche y en casi 24 horas sería el único latino corriendo la Final de las 3.5 vueltas, en el Mundial coreano. Un ángel sin alas, pero con hermosa actitud…y pies que vuelan.

Tan solo unos minutos tardó su llamada de vuelta. Me dictó un número telefónico y un nombre, además me externaba toda su angustia y solidaridad por mi situación. ¿Yo qué tenía? Sólo mi achacoso agradecimiento. «No me digas nada, somos latinoamericanos y no importa en qué lugar del mundo estemos, siempre vamos a ayudarnos». Eso era cierto.

Después de colgar, seguí sus instrucciones y con mi ágil rengueo, caminé casi kilómetro y medio desde el estadio, hasta la pista de calentamiento. Allí estaría el doctor con el que Eduar habló. Allá estaría mi remedio y mi salvación.

En el estadio de calentamiento había varias carpas blancas y en una colgaba la bandera de España. Salió de allí un hombre alto, fuerte, rondaba los 40….una especie de ‘David Hasselhoff’ ibérico…y yo muriendo de dolor pero también de vergüenza por tener que contarle mis achaques.

De nuevo hice aquel prolongado, detallado y penoso ritual de la confesión. El doctor me escuchó atenta y pacientemente, cuando termine de hablar me dijo: «Ya sé qué tienes, pero ahora no traigo el medicamento que necesitas conmigo, además no te lo van a vender aquí sin receta y yo no escribo en coreano». Yo escuchaba y asentía al tiempo que en mi mente retumbaba solo una pregunta: «¿¡por qué me persigue la desgracia!?».

El doctor me ofreció una solución: mandarme el remedio a la mañana siguiente, al evento que me tocara cubrir.

No podía esperar. Literal. Mi cuerpo, mis achaques y mi profunda y característica desesperación eran réplica intangible de la Arena Coliseo en martes de luchas… hasta que llegó la mañana. Yo estaría en la competencia de 50km marcha, en la calle central de Daegu y el ‘Dr. Hasselhoff’ acordó con otro doctor español mandarme el medicamento.

Caminé desde el hotel al circuito de competencia, con la meta de buscar el puesto de hidratación de España. No había llegado ni a la mitad de la ruta cuando escuché un efusivo «¡¡Katilungaaaa!!».

¡No es posible! Al otro lado del mundo, en una calle coreana, alguien grita mi nickname. ¿Empiezo a delirar? ¿Son las voces del cielo que vienen por mi? Cosa de risa.

Encuentro entre el tumulto unos conocidos rasgos catalanes: era Mikel, un fisiatra al que conocí en la Copa del Mundo de Marcha en 2010.

«Oye nos han contao de una chica de tu país que está enferma, que no puede parar de orinar y hay que entregarle una medicina. ¿la conoces?», me dijo Mikel. Yo solo alcancé a decirle: «Sí, soy yo», con una fresca naturalidad, como si fuera yo modesta y me hablaran de un premio. «Sí, soy yo». ¡Pero que idiota!

Al lado de Mikel, el Doctor Andreu me entrega mis medicinas y un montón de consejos «procura tomar jugo de arándano y mucha agua», me dijo en verdad preocupado por mi.

Desde la primera toma, llegó el alivio y el agradecimiento a todos los ángeles: a la coreana francoparlante, al querido Eduar, al ‘Dr. Hasselhoff’, a Mikel y al Dr. Andreu. Mi ser entero fue sano y feliz.

Esa noche, ya muy recuperada, esperé a que Eduar terminara su carrera: 3:37.31 minutos en 1,500m y un exitoso 8º sitio en la final. Fui a la zona mixta y al terminar sus entrevistas lo intercepté, me presenté, le agradecí, le regalé una playera negra con un jaguar huichol impreso. Hasta ese momento conocí su rostro en persona.

Dos meses después fue a Guadalajara para competir en los Juegos Panamericanos. No pude verlo, pues estaba en el estadio como voz del evento y narré su carrera, donde ganó la presea de bronce.

Medio año después, fui a Barquisimeto, el pueblo natal del venezolano Villanueva, quien sin duda, sería la figura destacada del Campeonato Iberoamericano de Atletismo. Mi vuelo salió el día de su prueba y tampoco lo vi.

Digamos que Eduar fue un ángel, con una aparición repentina en mi vida, pero con actos coyunturales para que regresara a mi casa a contar sobre esos seres bondadosos de actitud angelical en cada paso… Un buen día, uno también puede ser el ángel de otra historia.

P. D. Respecto a mí: en Corea del Sur tuve una infección en vías urinarias, algo que nunca había padecido antes y gracias a Dios tampoco después. Dos años después, en el Mundial de Moscú, Rusia, me encontré de nuevo al ‘Dr. Hasselhoff’ y profundamente le agradecí por haberme ayudado en el momento mas difícil de salud que había vivido fuera de mi país.

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