En una época de profundas diferencias en el mundo, ambos personajes provenían de los polos ideológicos más opuestos de mediados de siglo XX.
KATY LÓPEZ
A finales de la década de los 60, México ejercía un profundo anticomunismo. Era el apogeo de la Guerra Fría y el temor de que en el país se sentaran bases para cambiar el modelo sociopolítico y económico era tan grande, que hasta al interior de la comunidad estudiantil creció un campo de batalla: entre los estudiantes que buscaban mayores libertades y aquellos que crearon el MURO: Movimiento Universitario de Renovadora Orientación.
El entonces presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz ejerció su poder político para evitar que las ideas comunistas se propagaran en México y, según documentos secretos del Gobierno Estadounidense, la CIA tenía una fuerte influencia en las decisiones del primer mandatario, a través de Winston Scott, jefe de la agencia de investigación de Estados Unidos en México entre 1959 y 1969, quien creó una red de informantes entre los que estaban el propio Díaz Ordaz y Luis Echeverría. Todos coincidieron en prohibir la existencia del Partido Comunista de México y después, hasta la religión católica tomó el estandarte anticomunista, con lemas como “¡Religión sí! ¡Comunismo no!” o “¡Viva Cristo Rey y nuestro Ejército defensor!”.
Así, al final de la década de los 60 había dos pensamientos diametrales, intensos y enfrentados y durante los Juegos Olímpicos que recibió nuestro país en 1968, las hostilidades fueron aún más profundas, en especial hacia la nación que le dio vida al concepto del comunismo: la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS); por ejemplo: en los partidos del voleibol femenino, el público ahogó el Gimnasio Juan de la Barrera de la Ciudad de México con abucheos a la URSS cuando le ganó el oro a Japón.
Otro caso sucedió en el Auditorio Nacional, cuando la gimnasta checoeslovaca Vera Caslavska había conquistado el corazón de los mexicanos al hacer su rutina de piso con el Son de la Negra y, aunque solo le faltaba cosechar el oro de la viga de equilibrio para ganar los cinco individuales disponibles, los jueces le dieron el primer lugar a la soviética Nataliya Kuchinskaya, decisión que desató la indignación, la ira y los gritos y abucheos del público. (Un poco del estigma estaba ensalzado contra el modelo sociopolítico de la URSS y otro más se aderezó con el rechazo hacia la invasión soviética sobre la República Checoeslovaca).
Kuchinskaya no era culpable ni de ser electa con el oro ni de recibir tales improperios de los anfitriones mexicanos; sin embargo, detrás de las medallas, de los podios, las competencias y la atmósfera de los Juegos, México le tenía preparada una historia alterna a la abucheada Campeona Olímpica soviética.
Todo porque aquellos prejuicios políticos y sociales no le importaron a un joven…quizá al único joven de todo México a quien sí debieron importarle. Se llamaba Alfredo Díaz Ordaz y era el hijo del muy anticomunista Presidente de México.
“Alfredo Díaz Ordaz se enamoró de Nataliya Kuchinskaya pero ella no hablaba inglés ni español y obviamente él no hablaba ruso, así que una voluntaria debía de estar allí para traducirles. Él siempre quería verla y estar con ella todo el tiempo que fuera posible y de alguna forma yo terminé en calidad de chaperona”, recuerda entre risas Lady Kyara Baez, quien 50 años después de aquel suceso confesó la breve y prohibida historia de amor, en una reunión con la generación que vivió aquellos Juegos.
Baez se preparó por casi dos años para ser voluntaria en los Juegos Olímpicos de México 68 y al ser de las pocas que hablaban ruso, fue designada para apoyar a la delegación soviética en su estadía, durante el inicio del otoño de aquel año.

Así, con una apasionada obsesión, Alfredo quería conquistar a Kuchinskaya.
“Una ocasión le dijo a Nataliya que quería darle una serenata y bueno, yo tenía que traducir todo de uno para otro. Nos llevó a Los Pinos y allí empezó a cantarle Come on Baby Light my Fire de Los Doors, pero ella me decía que era música muy escandalosa. A él no le importó eso, estaba muy emocionado de estar con ella en su casa…bueno la casa del Presidente de México más bien”.
Lady Kyara Baez. voluntaria en México 68.
Y aunque la velada fue divertida, después vinieron las consecuencias. “Yo pedí permiso para salir por una hora de la Villa Olímpica ¡y nos tardamos más de dos! Cuando regresamos, me regañaron mucho y me pidieron que no volviera a suceder, en realidad se enojaron conmigo que era voluntaria traductora y con ella también porque era atleta”, agregó Lady; sin embargo, por duros que fueron los regaños, ninguna de las dos nunca reveló que su tardanza se debía a estar en una cita con el hijo del presidente de México.
No era de extrañarse. Alfredo era la oveja negra de la familia presidencial. Era su último hijo y muy parecido a los jóvenes revolucionarios del Movimiento Estudiantil de 1968: le gustaba el rock progresivo y la psicodelia, formó grupos como Love Syndicate en donde escribió Love don’t go away y después creó la banda Renaissance. En los 80’s fundó además el grupo de funk rock Lucrecia, que en 1980, le abrió un concierto a Alice Cooper en Monterrey, Nuevo León.
La llama de ese amor fue un fulgor efímero que duró sólo el periodo olímpico, pero 50 años después, la historia perdura en la memoria de la testigo más cercana.

En México 68, Nataliya tenía 19 años de edad y ganó cuatro medallas: dos oros en la prueba por equipos y en la viga de equilibrio, además de dos bronces (all around individual y manos libres). Nunca volvió a asistir a unos Juegos Olímpicos.
No quedan rastros de aquel amor platónico y olímpico, pero sí algunos sencillos del talento y creatividad de Alfredo, considerado un buen elemento del rock mexicano, pero con el estigma de un apellido ensombrecido por la historia.
Aquí una canción interpretada por aquel el hijo anárquico del presidente de México: