En el deporte adaptado, en un solo evento -como los 100 metros de atletismo- hay tantas finales como categorías. Filas y filas de niños, de diferentes edades y múltiples discapacidades, esperan salir a escena y competir.
En las pruebas de natación, un hombre moreno, serio y robusto llamaba la atención por su altura y su ceño fruncido. Empujaba una silla de ruedas en la que un niño con espina bífida veía las competencias. Pronto sería su turno. Padre e hijo transitaban asombrados: era su primer gran evento nacional.
El hombre le asistía: le llevó agua, puso una gorra roja sobre su cabeza y le animó, hasta que llegó el momento: 50m dorso, cat. 11-12. El hombre cargó al niño, lo dejó sentadito en la orilla de la alberca, imprimió un beso en su frente y con la mano derecha le trazó una bendición en el pecho.
Fueron 50 metros eternos como la preocupación de ese padre, que veía a su hijo agitar todo lo controlable de su cuerpo para nadar, mientras fuera de la alberca él se ahogaba en sudor y angustia.
“Yo no sé nadar. Nunca me he metido al agua. Él no camina, ni sé si va a caminar. ¿Cuándo iba yo a creer que lo iba a ver nadar? Si no camina. ¿Cuándo iba yo a pensar que haría algo que yo nunca he hecho”. Pensaba en voz alta el hombre nervioso. Explicándole a la nada. Llorando conmovido.
Platicamos un poco. Era albañil. No contaré el montón de dificultades que atravesó para llegar a Tamaulipas el día de la competencia; pues son –en diferentes escalas– los sacrificios naturales que todo padre, como primer y eterno patrocinador, hace por sus hijos.
El pequeño tritón, terminó en tercer sitio y su padre tendría una nueva tarea: ayudarle a subir al podio para recibir la medalla de bronce.
Allí iba el enorme señor, auxiliando a su hijo para salir del agua después de competir. No dijeron nada pero se abrazaron muy fuerte. Aquel hombre, de grandes, toscas y ásperas manos, cargó con delicadeza al pequeño y lo llevó con suavidad hasta su silla de ruedas. Mientras le empujaba, sin que su hijo viera, el hombre limpió las lágrimas, camufladas en sudor que acariciaban su rostro.
El pequeño y sonriente tritón se puso de nuevo la gorrita roja. Me contó el padre que se abstuvo de tomar su Coca-Cola diaria y con lo ahorrado la compró, por el orgullo de darle un regalo, un recuerdo, un amuleto qué usar ese día.
No importa su nombre, ni su oficio, pero aquel hombre pudo ser el albañil que coló la mezcla para construir un sofisticado edificio sobre Av. Paseo de la Reforma; o el que fue a comprar las tortillas y en el camino casi lo atropellan porque el conductor estaba más pendiente del mensaje en el whatsapp que en el camino; o quizás fue aquel voluntario que se ofreció para apuntalar un edificio en ruinas durante el derrumbe en un sismo.