REPORTAJES

Tomás Luna: el corredor silvestre

Tomás Luna es un caso extraño del atletismo, el caso más agreste, rudo y casi salvaje convertido en deporte de alto rendimiento. Para Tomás la vida siempre empezó muy tarde: entró a la primaria a los 9 años de edad y reprobó el primer grado en dos ocasiones. A los 26 descubrió sus cualidades como corredor de fondo y a los 39 años, ganó el 21km de la Ciudad de México 2015.

Tomás nació en la comunidad veracruzana ‘El Limón’, que, según el mismo dice, no alcanza ni a ser un pueblo, es más bien una aldea de menos de mil habitantes.

Entró a la primaria cuando un niño promedio estaría a la mitad de la educación básica y reprobó 1er grado porque los maestros se cansaban de las inundaciones y las dificultades para llegar a su comunidad. El propio Tomás se molestaba de correr, trotar o andar por hora y media para llegar a la escuela; entonces ‘emigró’ al siguiente pueblo, al que llegaba tras 40 minutos de recorrido a caballo. Terminó la primaria a los 18 años.

Los caballos son la pasión de su padre y gracias a ellos se descubrió corredor. En ‘El Limón’ se hacen carreras de apuestas entre equinos y cuando Tomás era pequeño, al término de las competencias hípicas, se retaba con niños del pueblo. No había pista atlética, mucho menos de tierra, tampoco tenis; corría descalzo en las suaves líneas que pisaban los caballos. Un testigo medía la distancia: hizo carreras de 80, 85 y hasta 90 pasos.

Su desempeño convirtió sus competencias en los eventos estelares y corría hasta antes que los propios animales y sí, también se apostaba. En una ocasión ganó una prueba de 6 mil pesos de los que le tocaron 500.

Llegó a cronometrar 25 segundos en 200 metros, sin entrenar, ni comprender la biomecánica, ni la frecuencia de carrera, ni la resistencia a la velocidad; así de rápido avanzaban sus silvestres zancadas.

Tomás inició la Telesecundaria y de ella tiene más grabado que nada el famoso baile folklórico veracruzano ‘Colás’. “Ese lo puedo bailar hasta sin música”, dice entre risas y sí, pues fue el único que le enseñaron para celebrar el 10 de mayo, el Natalicio de Benito Juárez, la Navidad, el 15 de septiembre…el Colás cabía para cualquier festejo.

Pero llegó el momento de viajar un poco más: Tomás salió de Veracruz hacia Puebla, para iniciar la preparatoria abierta. Se trasladaba 40 kilómetros en bicicleta para llegar a la escuela y permanecía sentado por siete horas, dos veces por semana, para estudiar. Tanto tiempo en una silla le arruinó los sueños de velocidad.

«Después de andar tanto en la bici, me sentaba mucho rato así, al aventón, sin estirar ni nada y por tanto estar sentado se me amoló la ciática, ya no podía yo correr”.

Su amor por el atletismo le ayudó a canalizar el mal como remedio: hacer tanta bicicleta le hizo adquirir resistencia y decidió practicar distancias largas. Sin proponérselo mucho, en 2010 y con 34 años de edad, Tomás se convirtió en Seleccionado Nacional y ganó medalla de plata en los 10,000m de los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Mayagüez, Puerto Rico; corrió el maratón de los Panamericanos de Guadalajara 2011 y también los 42.195km de los Olímpicos de Londres 2012.

¿Quién lo creería? Un chico que corría en pistas para caballos, que terminó la educación básica cuando un estudiante promedio está culminando una carrera, que tuvo una lesión que parecía irremediable, ha conquistado las calles de tantas ciudades en el mundo, soñando poco y haciendo mucho.

Este veracruzano no escatima en disfrutar, aprovechar y darlo todo por el placer de vivir lo que le gusta…aunque descubra tarde sus talentos, aunque lleguen tarde los elementos, aunque encuentre sus cualidades en inhóspitos y agrestes terrenos. Su talento silvestre floreció en el esfuerzo.

Relatos 'off the record'

El impredecible 7 agosto

A los reporteros ni una gitana podría leernos el futuro. Jamás sabes lo que encontrarás al abrir los ojos por la conquista de un nuevo día. Uno de esos días fue éste: 7 de agosto de 2012, cuando en menos de cuatro horas vi más de lo que podría imaginar.

Estar allí era un sueño cumplido por el que trabajé diez años sin descanso. Desde 2002 se inyectó en mi el espíritu olímpico y llegar a unos Juegos se volvió mi meta; un camino complejo en el que para los periodistas no existe propiamente un proceso de clasificación, sino de designación. Así que al pasar una década entre pistas, tatamis, dianas, arcos, gimnasios, libros, cifras, datos y detrás de la computadora, sentir el respiro del ambiente olímpico británico, pese a dejar al otro lado del mundo a mi bebé, era una especie de ‘medalla de oro’ para mi.

Pero específicamente, en esa fecha del 7 de agosto del 2012, el atletismo estaba en sus días iniciales en Londres 2012. Me instalé en el Estadio Olímpico, lista para ver al corredor David Rudisha en los 800m. Rudisha me caía bien. Su papá ganó plata en el relevo 4x400m de México ’68 y aunque no nos conocíamos ya me parecía que su historia se entrelazaba de alguna forma con mi país. Así que me senté en la grada para prensa junto a un desconocido y pronto descubrí que era un sabio: un austriaco de 81 años que gozó esa competencia a tal grado que me hizo llorar de emoción. Tan pronto el keniano cruzó la meta con el oro, este hombre europeo empezó a escribir aceleradamente para compartirme muchos datos que me hicieran valorar ese récord mundial que jamás olvido: 1:40.91 minutos. Así veía la vida aquel señor y pues sí, de alguna forma no sabríamos en qué momento dejaría de atestiguar, valorar y compartir cada instante. Esa fue su lección más grande, más allá de los textos que aún conservo; más allá de la diferencia en nuestros idiomas o culturas, para él la prioridad era compartir la luz de sus emociones y, de forma implícita, su sabiduría conmigo. Aún tengo sus líneas, como el recuerdo de un aprendizaje más grande incluso que el imperioso atletismo.

Pero, en mi deber laboral, salí aceleradamente de allí. Debía ir a cubrir las competencias en el Complejo Acuático. Me instalé en la tribuna de prensa, lista para ver las pruebas de clavados. No había tantos reporteros de México. La mayoría estaban en el ExCeL Complex, donde el sonorense Óscar Valdez peleaba los 4os de final contra Irlanda. De ganar, rompería una sequía de 12 años sin ver a un mexicano en un podio olímpico de boxeo. En su segunda incursión olímpica, el querido Valdez Fierro se despedía del pugilismo amateur con una derrota, mientras yo, seguía en los saltos ornamentales.

Todo parecía una historia conocida: Laura Sánchez en el trampolín 3m individual. Fue 6ª en Beijing 2008 y en el primer salto de Londres 2012 estaba 5ª; en la segunda ronda 6ª. Para mí ya era loable que estuviera en finales con una lesión severa en el hombro y en medio de diversas adversidades administrativas. Empecé a escribir la nota ‘Culmina Sánchez en 6º sitio’. ¡Oh error! Laura remontó. No me quiero poner técnica, pero Laura rozaba zona de medallas. Estaba en una dura lucha con la italiana Tania Cagnotto y al final la superó ¡por 20 centésimas! (362.40 puntos de Laura, por 362.20 de Tania) HISTÓRICO: Laura es hoy por hoy la primera y única mujer mexicana que gana una medalla olímpica en una prueba individual de clavados. ¿¡Qué más esperaban mis ojos!? Un récord mundial de atletismo, una medalla olímpica histórica para México…¡y faltaba mucho!

Entrevisté a Laura y salí de la sala de prensa del Complejo Acuático prácticamente jalada por Carlos Legaspi, quien me tomó por el codo y me apresuraba para regresar al Estadio Olímpico de Atletismo. Legaspi fue mi lazarillo en ese andar de casi 2.5 kilómetros y se lo agradezco, pues mientras avanzaba, escribía las letras finales de la nota sobre Laura.

Llegamos al Estadio y es literal que ya no cabía ni un testigo más; increíble porque había 80 mil asientos, pero solo cupimos de pie y en un rincón. Lamenté mucho no poder sentarme junto al sabio austriaco, pero menos de 15 minutos después, allí estaba un mundo silente y expectante: presenciando a ocho hombres hincados que esperaban el disparo de salida y a su sonido, respondió un estruendo único y electrizante. El mundo vio entonces al primer hombre en la historia que retenía un oro olímpico de 100m…con nuevo récord olímpico. Sí: Usain Bolt, con crono de 9.63 segundos, tiempo suficiente para que la multitud se rindiera ante el ‘rockstar del tartán’.

Lo que más recuerdo de aquella final es el dedo índice de la mano derecha de Usain. Aún le faltaban dos pasos para cruzar la meta y ya había puesto ese dedo sobre su boca, una señal universal de «silencio»; una especie de «¡a callar!», pues durante un año cargó la pesada loza de la «rumorología». En 2011, durante los Campeonatos Mundiales de Atletismo de Daegu, Corea, en la final de los 100m pasó lo impensable: Usain se descalificó por una salida en falso, por estar pendiente de los movimientos de su compatriota Yohan Blake (que al final ganó el oro mundial del hectómetro en Daegu 2011). Fue un error, un trauma, un fantasma que lo persiguió hasta Londres 2012, con un»¿y si pasa de nuevo?» «¿Y si Blake le gana?». Así que esa noche de verano británico, sus zancadas sacudieron esas y más dudas y el ademán tenía que reforzar su monarquía.

Pero ¿y mi historia? ¿Allí acabaría la aventura? ¡Pues no! ¡FALTABA LA CONFERENCIA DE PRENSA CON BOLT! Bajábamos apresurados cuando Legaspi me dijo: “Voltea discreta y mira quién viene detrás de nosotros».

Obviamente que no fui discreta, obviamente que miré hacia atrás y al verlo pensé «¡NO-PUEDE-SER!» A dos escalones de mí estaba caminando ¡SIR PAUL MCCARTNEY! Tal vez fue en ese instante cuando debió de darme un infarto ¡pero no! Sólo pude verlo, tratar de tomarle fotos y (estúpidamente) decirle “¡Hola!” (sí en español) y me contestó igual “¡Hola!”.

Pude infartarme allí de no ser porque el guardaespaldas que nos separaba empezó a empujarme y a gritar “¡Camina! ¡Camina!” y pues sí, se me fue el espasmo y desperté para TRATAR de andar, y de asimilar la serie de anormalidades que en tan pocas horas viví, para rematar con: la conferencia de prensa de Usain, siempre ocurrente, bromista, creativo y paciente.

A las 11:40 de la noche me di cuenta de que no había comido desde el desayuno, que hacía frío y que la noche sería bastante complicada (en especial considerando que, por una carambola de azares, en aquellos días me tocó dormir en el banquito de uno de los pianos verticales que están en la estación de trenes de St. Pancras), pero ¿qué más daba? Si lo que viví esa noche no salía ni planificando.

Un día singular, lleno de personas mágicas, que hicieron algo aquel día que me asombró, me conmovió, me alegró y me llenó el alma. Pasan los años y recuerdo con el mismo brillo cada instante de ese séptimo día de agosto, en un verano olímpico intenso, alocado e inédito.