Esto que les contaré de Usain Bolt no lo había visto nunca antes…y vaya que lo vi muchas veces, porque tuve la fortuna de presenciar los logros ‘rockstar del tartán’. En Berlín lo vi ganar oros con récords mundiales, celebrar con bailes sus triunfos, o conmoverse en un estadio con miles de voces que le cantaron ‘Happy Birthday’. En Londres lo vi silenciar a 80 mil asistentes a una competencia olímpica, antes del disparo de salida. En Corea fue como el epicentro de un hoyo negro, al hacer salida en falso, descalificarse en la final mundial de 100m y, en consecuencia, convertirse en una fiera enfurecida consigo mismo por irse derrotado sin siquiera competir; pero en la Ciudad fe México vivió tal vez una de sus peores tardes.
Por segunda vez en su vida Usain Bolt visitó México. La primera fue en 2009 para el Congreso Mundial del Deporte y seis años después, en 2015, la firma deportiva Puma, su eterno patrocinador, lo trajo de vuelta.
Cerca de 100 representantes de medios de comunicación estuvimos para verle. La cita fue en un centro comercial de Polanco. ‘El Rayo’, ‘La Leyenda’, el ganador de ocho oros olímpicos y 14 medallas mundiales en el atletismo, el recordista del orbe, estaba allí.

Durante la conferencia, Usain batalló con cuatro micrófonos en la mesa. Justo al tomar uno, se apagaba. Nuevo intento: tocaba con la mano, sonaba, lo tomaba y se apagaba. Otro más: tocaba con la mano, sonaba, lo tomaba y se apagaba. Fue tan continuo, que Usain prefirió usar los micrófonos como si fueran unas pequeñas congas y pasó de una ligera desesperación, a la risa que causa el colmo del suceso. No era propiamente falla de audio: había tantos micrófonos inalámbricos de tantos medios, que la frecuencia se interrumpía y (según la explicación de mis amigos expertos) lo único necesario era abrir otra línea por la que no hubiera interferencia, pero eso no pasó y Usain seguía rumbeando con los micros.

Después, Usain cascareó un ratito con el delantero (entonces americanista) Darío Benedetto y le seguían unas entrevistas exclusivas en el cuarto piso del centro comercial. Faltaba muy poco para terminar los compromisos por México.
Un fuerte cuerpo de seguridad guió a Usain al elevador de carga del lugar, que se bloqueó para uso exclusivo del rockstar del tartán…bueno para él, para sus amigos (que lo acompañaban desde Jamaica), para los guardaespaldas, para los de la producción, para los de Puma, y bueno así, el elevador iba tan lleno, que al final ¡no subía!
¡Así es! No subía el elevador que soportaba, lavadoras, refrigeradores y en teoría, a 15 personas, y entonces, empezó la ley de la depuración. “Bájense algunos, a ver si ya sube”, pidió un guardaespaldas. Pero no subía. Bajaron otras más y nada…
Hay instantes en la vida en los que el mejor lenguaje es el silencio y esos suelen ser los incómodos momentos en los que la mirada va hacia ti. Usain -de psicotipo velocista, que quiere resoluciones rápidas, que puede desesperarse por problemas simples- veía insistente al gordito de la producción que seguía esperando el milagroso ascenso del elevador, hasta que alguien le dijo: “¡Ya bájate! ¿¡Pos qué no estás viendo!?” Y con resignación, salió aquel recriminado personaje con sobrepeso.
Pero la dulce venganza demostró que su salida no cambiaría las cosas: el elevador de carga seguía sin subir y entonces, hubo un dictamen final: “Ni modo. Vamos a tener que subir todos por las escaleras”.
Así, a la antigüita, todos. ¡TODOS! ¡Hasta Usain! Y allí iba, por las escaleras comerciales ‘La Leyenda’, en sus primeros 20 escalones, fresco, atlético, fuerte, decidido; claro, era la mitad de la escalera para llegar al primer piso y siguió subiendo poco más, hasta llegar a la primera planta. Tras un breve descanso era hora avanzar a la segunda. Créanlo o no, esos inocentes escalones ya pesaban en las piernas más rápidas de la historia.
Usain subió más despacio. Subió y el sudor se veía en su frente. Llegó al segundo piso, hizo una pausa, miro hacia arriba y vio a esa maldita escalera de caracol burlarse de su suerte y sus ojos asombrados regresaron a mirar los escalones, para seguir subiendo en su lapidaria tortura.
Y entonces fue como si sus 11 oros mundiales y sus ocho oros olímpicos empezaran a pesar sobre sus piernas que con lentitud subían la eterna escalera arremolinada hasta aquel lejano cuarto piso.
Era lógico: este hombre es un experto de la velocidad pura, es el rey de la resistencia a la velocidad, no de la resistencia a la distancia larga y menos de la resistencia a subir escaleras de caracol de un centro comercial cuyo elevador de carga no sirve.
Pero si a eso le agregamos el factor aniquilante de estar en la Ciudad de México, en verdad que para él debió ser el viacrucis caribeño.
Usain vive en Kingston, Jamaica, a nivel del mar, donde hay más oxígeno que en la capital mexicana y no es porque haya menos contaminación, sino porque la Ciudad de México, en su altitud superior a los 2 mil 400 metros sobre el nivel del mar, tiene 30 por ciento menos oxígeno que en la playa. (Por ello en las pruebas anaeróbicas como 100m y 200m de atletismo o los saltos de los Olímpicos de México 68 se rompieron récords mundiales que duraron muchos años y por ello también pruebas como el maratón de esos Juegos parecían campos de guerra con corredores respirando desde tanques con oxígeno, tirados en las calles).
Así, Usain y todo el peso de su cuerpo, su gloria, su sudor y su cansancio llegaron, triunfantes al cuarto piso. Se sentó en un sillón a descansar y mientras recuperaba oxígeno, aprovechó para ver la etiqueta con el precio del sillón que sostenía su estirpe y se levantó de inmediato (tal vez pensó que era cotización en dólares). Siguió su camino y fue a las entrevistas.
“Nunca más subir escaleras, menos en la Ciudad de México, por favor”, dijo con el poco aliento que le quedaba, tras conquistar el lejano cuarto piso de la tienda.