Historias aleatorias

Una vida de películas

La mesita de centro, en casa de mi abuelita Elvira, era de cristal y una vez aproveché ese estratégico factor para agacharme y ver hacia dónde rondaba la mula de 6/6 mientras mi abuelito Jesús hacia la sopa del dominó, pero mi descarada jugarreta duró muy poco y, tras darme un coscorrón, me miró indignado -casi diría que iracundo- y dijo: “¡Eso NUNCA se hace! ¡Nunca lo vuelvas a hacer!”.

Los nudillos son articulaciones muy duras ¡pero mi abuelito los tenía aún más! Con ellos podría convencer a quién fuera de desistir de cualquier cosa…y claro que le hice caso.

Entonces yo tenía ocho años y mi hermanita seis. Sin subestimar nuestra edad y con mucha paciencia, mi abuelito dedicó muchas tardes y noches a enseñarnos a jugar dominó: aprendí a leer el juego del rival, a ‘ahorcar’ mulas, a cerrar juegos. ¡Me encanta el dominó! Pues, aunque las fichas llegan a tus manos al azar, gracias a mi abuelito aprendí que la astucia y el intelecto pueden hacer que una mula blanca sea tu Jugador Más Valioso. Entonces apostábamos frijoles o habas como si fueran monedas de oro.

Luego vino el póker. Donde la suerte cobra aún más peso. Mientras barajaba las cartas, mi abuelito me contaba cómo, en una tarde de pocos fondos y mucha suerte, ganó un juego con par de 2, la siguiente ronda con tercia de 2 y la última, por increíble que fuera, con póker del mismo número. El 2 era su número favorito. El día 2 del mes de junio fue en que nació y el 21 le gustaba más porque fue su año de nacimiento.

Hoy entiendo que mi abuelito aprovechó estas tardes y noches de juego para llevarme más allá de la diversión del póker o del dominó. Jugándonos legumbres, entre cartas o fichas, mi abuelito me recordaba algún episodio de su historia.

Mi abuelito Jesús era carpintero y al fondo de la casa guardaba -en grandes cajas de madera que él mismo fabricó- la herramienta con que trabajó por más de cuatro décadas. Tenía: serruchos, seguetas, pulsos, flexómetros, martillos, formones, cepillos, clavos de todas medidas…como si tuviera su propia tlapalería en casa.

Nació a inicios del siglo XX, cuando México se encontraba con sus primeros respiros pos revolucionarios. Al terminar la primaria, su padre Clicerio lo llevó a trabajar con un tío suyo en la industria de la construcción, después fue con otro tío que era ebanista y tras conocer los finos detalles para hacer de la madera una obra de arte, buscó su propio camino y se hizo carpintero en filmaciones ¡y vaya momento que le tocó vivir: la Época de Oro del Cine Mexicano!

Se diluía la década de los 40 cuando mi abuelito, desde su trinchera, sumó su esfuerzo para dar luz a la cinta de celuloide.

“Y si te decían que debías hacer los muebles, ventanas, barandales de toda una casa, así se hacía. Antes se grababa toooodo en estudio, ahora nomás rentan lugares…yo aprendí a trabajar a detalle y cuando empecé en las grabaciones quería hacerlo fino, bien medido y me decían: ‘¡no’mbre si aquí es a puro serrucho y clavo!’”

Trabajó en los Estudios Tepeyac, los Estudios Clasa y los Estudios Churubusco. Fue en los primeros donde tuvo un encuentro que marcó su vida.

“Nos llamaron a empezar una película nueva y allí vaaaamos toda la Unidad. A la hora de comer, vi a uno de los compañeros ahí solito, ni quién le invitara un taco y le digo: “¿no quieres venir con nosotros? Vamos a una fonda acá al lado”. Y sí, si quiso…Total que comimos rápido para irnos a jugar frontón y le digo a la señora de la fonda: “lo de él me lo apunta a mi por favor” y ya, él se quedó allí comiendo.

“Ya cuando regresamos a los estudios me quedé pálido de la regadooota que acababa de hacer: había invitado al actor principal de la película, ¡era Pedro Infante! Pero como estaba vestido de carpintero, yo no sabía que era él. Me acerque y le dije: “oiga: dispénseme por favor por haberlo llevado a ese lugar. ¡Yo no sabía quién era usted!”, me agarró del hombro y me dijo: “no’mbre no me diga eso, ¡que eso nomás lo hacen los amigos de verdad!””.

Mi abuelito reía como si ese mismo día hubiese pasado aquel encuentro. Desde entonces se hizo buen amigo de Pedro Infante. Él le pidió a mi abuelito que le enseñara al menos a usar algunas herramientas para interpretar a ‘Pepe ‘El Toro’ en Nosotros los Pobres, película en la que trabajó mi abuelito y también colaboró en sus dos secuelas. Para practicar carpintería, mi abuelito le fue diciendo a Pedro cómo hacer un cajoncito de herramienta que el actor creó.

“Y luego que a Pedro nunca le gustó que usaran dobles para él. Una vez allá por Bellas Artes, Don Ismael (Rodríguez, director de estas cintas) nos mandó buscar personas que se parecieran a él para hacer una escena en la que se tenía que colgar de la orillita de un edificio muy alto, no’mbre ¡cuando se entera Pedro que se enoja! y ¡que se cuelga solito de la azotea! “¡Para que vea que lo puedo hacer yo solo!”, le dijo a Don Ismael…jaja. ¡Era tremendo ese Pedrito!”.

Para ‘Nosotros los Pobres’, mi abuelito debió entrar al Palacio Negro de Lecumberri, pues nuestro protagonista, Pepe ‘El Toro’, fue encarcelado injustamente y allí encontraba al verdadero culpable de su desdicha. Según el guión, Pepe El Toro’ y ‘El Tuerto’ pelearían hasta que el malvado villano perdería un ojo…pero llevar la escena a la realidad era difícil.

“Entonces no existía el Departamento de Efectos Especiales, ni nada de eso ¡apenas teníamos maquillistas! Y a Don Ismael le gustaba mucho hacer una escena desde muchos ángulos, por eso tenía que quedar perfecto por cualquier lado. Estuve piense y piense cómo le haría…hasta el señor Arriaga (que interpretaba a ‘El Tuerto’) me preguntaba que cómo le iba a hacer, que si le iba a doler jaja…Total que dije: “¿y si se pelean y Pepe ‘El Toro’ le rompe una silla?” Así, en la pata de la silla le podía a hacer un huequito. Le eché salva y con un botoncito ya salía toda la dizque sangre, pero luego el problema era el ojo ¿cómo hacer un ojo? ¡Pues con un ostión!”.

Así lo hizo y surgió una de las escenas que para esa época causó asombro…¡y terror!

Mi abuelito trabajó en Lecumberri, hasta que uno de los presos le dijo: “usted se parece mucho al que me puso aquí, así que si lo vuelvo a ver ¡lo mato!”. La producción decidió que mejor ya no se presentara, al fin ya habían grabado la parte en que él era más necesario.

Al final, la película fue multipremiada y también el director. Mi abuelito me contó que en una de varias galas, fue el propio Pedro Infante quien se levantó de su mesa para ir por mi abuelito y presentarlo con los directivos que celebraban la película y le felicitaron ese ingenioso efecto.

A la siguiente cinta ‘Ustedes los Ricos’, tuvo que hacer un incendio controlado, en el que ‘Pepe El Toro’ llora amargamente la muerte de su hijo. Mi abuelito dice que todo el set terminó llorando con Pedro Infante y al finalizar la escena, le preguntó: “Oye: ¿cómo le hiciste para llorar tanto?”. Infante le confesó que recordó cómo, cuando era pequeño, en su natal Sinaloa, le pagaban un centavo por cada cubeta de agua que sacaba de un pozo y eso le causaba mucha tristeza.

Después de muchos años de amistad, Pedro Infante ya sabía cómo eran los ritmos de las producciones: meses enteros de arduo trabajo y otros meses sin ningún ingreso. En alguna ocasión sin filmaciones, mi abuelito y Pedro se encontraron entre los foros de los Estudios Churubusco y tras preguntarle cómo estaba, mi abuelito le comentó que tenía meses sin sueldo.

– ¡Pos vente a hacerme la carpintería de mi casa de Cuajimalpa, Colorado! (así le decían a mi abuelito, que siempre llevaba camisas rojas al trabajo).

– ¡Órale, ya vas!

– ¡Ya estás! Mañana va mi hermano por ti a tu casa.

“Total que nos despedimos y cuando nos fuimos alejando me quedé pensando ‘bueno ¿pero y a dónde va a ir por mi Pepe? Volteo y le grito: “¡Pedro! ¡Déjame te doy la dirección de mi casa!” ¡Y que se me queda viendo! Saca de su pantalón un cuadernito, pasa las hojas y empieza a leer: “Jesús Cedillo, nacido el 2 de junio, vive en Calzada de Tlalpan…”, jeje. Así era ese Pedro”.

Mucho tiempo trabajó mi abuelito en los detalles en madera de su casa. Hasta un día de abril que Infante se despidió porque viajaba hacia Yucatán, tripulando su propio avión y no volvió a verle nunca. Sé cuánto le extrañó hasta los últimos días de su vida.

Pedro fue su amigo de verdad, pero continuamente mi abuelito pudo trabajar con muchos grandes actores. Me contaba cómo Germán Valdés ‘Tin-Tán’ desesperaba a los directores porque se inventaba los guiones, mucho veces ni leía lo que venía escrito y empezaba a improvisar sobre la marcha. Cómo era difícil aguantarse la risa cuando Cantiflas salía a escena, el duro carácter que tenía Emilio ‘El Indio’ Fernández o lo hermosa y altiva que era María Félix, pero a la vez atenta y en ocasiones simpática; me contó que en ‘La Diosa Arrodillada’ la producción paró una semana porque Félix se había ido a Acapulco.

O como, durante la grabación de Macario, sus manos, con muchas otras, prendieron las velas de una escena icónica. “Uuuh y no sabes la lata de andar prendiendo unas y que se apagaran otras. ¡Vieras cómo fue eso de revisar que no entrara un aire que apagara un lado!”.

Golpe de suerte

Además de crear muebles y escenografías, mi abuelito ayudaba a vestir los sets, ambientarlos e iluminarlos. Alguna ocasión, con la unidad donde trabajaba, debieron levantar una pesada estructura que sostenía las lámparas.

“En la Unidad América contábamos 1-2 y en el 3 ya levantábamos, pero en esa Unidad que me llamaron contaban 1-2-3 y luego levantaban y yo pues acostumbrado, que levanto antes que todos y ¡que me lastimo la espalda! No’mbre ya no podía hacer nada que nomás me agachaba y ya me quedaba ‘en escuadra’ todo el día”, me contaba mi abuelito, mientras -no sé por qué- yo reía a carcajadas al escucharlo.

Así estuvo mucho tiempo, hasta que el doctor le dijo que debía entrar a quirófano, cosa que haría tan pronto culminara otro rodaje…pero el destino tenía otros planes.

“Estábamos en la tramoya y le grité a un compañero que me aventara unas gasas para ponérselas encima a las lámparas, pero las aventó en recto, no hacia mi y cuando me acerqué para agarrarlas ¡que me caigo! Nomás escuché como por ahí alguien gritó “¡YAAAA SE CAYÓ EL COLORADOOOO!” Pero yo en el aire iba pensando “ahorita me doy la vuelta y en vez de cabeza voy a caer de pie y sí, sí caí de pie ¡pero con los puuuuuuros talones! Nooooo’mbre se me hincharon los pies ¡los tenía negros!

“Total que ya…me pusieron de incapacidad y un día que el doctor me dice “Oye Colorado: ¿Cómo te has sentido de tu espalda?”. “Pues bien si aquí acostado ni modo que me dé algo”. Nomás por no dejar, el doctor me sacó una radiografía y me dice: “No me lo vas a creer, pero con ese golpecito que te diste te acabas de acomodar el disco de la espalda y ya no vas a necesitar cirugía”. ¿Tu crees?”.

Nueva etapa

Me sobran anécdotas y me falta espacio para hablar de mi abuelito. Por muchas décadas vivió las más curiosas experiencias detrás de escena en filmaciones como ‘Los Tres García’, ‘Ahí está el detalle’, ‘Una familia de tantas’ o ‘A toda máquina’.

La Época de Oro del Cine Mexicano fue también su etapa de esplendor, pero con el ocaso de esa era, llegaron a México las producciones estadounidenses y mi abuelito comenzó una nueva fase de trabajo con actores como: James Stewart, uno de los 50 artistas más célebres del cine estadounidense, Peter O’Toole y Audry Hepburn, con quienes trabajó en ‘The Unforgiven’, con Gregory Peck en ‘Gringo Viejo’, el guapísimo Rock Hudson con el que grabó ‘El último atardecer’ o también con el señor John Wayne, quien hizo especialmente en Durango una destacada carrera en el cine Western.

“Una vez vino a hablar conmigo: “¿Oie Coloradou, tú por qué decirme Juanito?” “¡Ay ¿como que por qué?! Pues porque estás bien chaparrito!” Jaja. ¡Le faltaba el centímetro para los dos metros!…Era a toda ley ese Juanito. Cuando acabábamos de filmar mandaba hacer unas botellas de tequila grabadas con el nombre de la película ¡y nos regalaba a todos! Nos invitaba a una gran fiesta por el cierre de producción, no solo a los actores ¡a todos parejo!”.

Mi abuelito hizo entonces hasta réplicas de artículos de tribus Cherokees, Apaches, Suix o Cheyenes que aparecían en estas filmaciones.

En otra ocasión, se fue a Acapulco a trabajar en la película Rambo, con Silvester Stallone. “¡Ese señor traía como siete extras! A mi me habían encargado todo el departamento de armas y así las tenía bien apiladitas: rifles, pistolas, balas por calibre…todo de salva, claro, pero un día ¡que me roban un rifle! Ya luego lo encontramos por allá en un pueblo que se lo había quedado un carnicero y nos lo devolvió”.

Después de más de 40 años dedicados a crear los trucos de magia detrás de las películas, mi abuelito se jubiló cuando yo era pequeña, pero seguía yendo a los Estudios Churubusco a ver a sus amigos y muchas producciones le seguían llamando a trabajar. La última en que lo hizo fue Titanic. En los Estudios Churubusco crearon todo el set del barco: duelas, comedores, sillas, relojes, barandales y, como si fuera un rompecabezas, mandaron las piezas hacia Rosarito, Baja California, para ensamblar, instalar y equipar todo allá.

Ahora entiendo que aún jubilado mi abuelito regresaba a los Estudios Churubusco a crear la magia detrás del celuloide. Su taller era ese sitio donde nacían los encantamientos que sumados a muchos más esfuerzos creaban historias fantásticas e icónicas. Ese taller estuvo donde se encuentran ahora los jardines del Centro Nacional de las Artes. De niña lo acompañaba ocasionalmente allí, ahora que regreso encuentro los árboles que eran tan pequeños como yo y ahora son gigantes que acaricia el viento.

Ojalá mis dedos fueran a la velocidad de mis recuerdos con todas las historias que me contaba mi abuelito. Veíamos los partidos de Grandes Ligas o las películas en las que trabajó y de nuevo pensaba en esas anécdotas….aún lo hago.

Muchos años antes de iniciar el alto rendimiento como tahúr infantil, mi abuelito fue mi segundo Mejor Amigo. No es a razón de un ranking, así fue el orden de aparición en mi vida: primero conocí a mi Papito y después a mi abuelito y sé muy bien que él también me veía así. No asumía ser mi maestro, ni mi autoridad, él en verdad quería ser mi amigo.

Si algo nos unió aún más fue ese amor que ambos tenemos por el chocolate. Mi abuelito podía gastar toda su pensión en comprar chocolates que después guardaba en un lugar secreto y cuando menos lo esperábamos, nos compartía de su tesoro a mi y a mi hermanita.

Y volviendo a los coscorrones que daba mi abuelito si hacíamos trampa en el poker o en el dominó: si, eran duros, pero nuestras venganzas eran dulces. Por las noches, mi hermana y yo fraguábamos planes perversos y le llamábamos con el pretexto de que nos ayudara a resolver algún problema. Cuando entraba al cuarto en que estábamos en casa de mi abuelita, salíamos de nuestros escondites para pegarle con nuestras muñecas…pero las cosas no se quedaban así: el aprovechaba nuestro sueño para tomar prestados los zapatos de mi abuelita y darnos taconazos en las rodillas. Claro que respondíamos con una lucha que mas bien parecía como si dos umpa-lumpas quisieran derribar a un gigante.

“¡Pero cómo pues Jesús! ¿¡Cómo estas jugando así con estas niñas! ¡Si no tienes cinco años!”, le decía mi abuelita al descubrirlo…al final creo que no le importaba el regaño, la ‘vendetta’ había sido saldada.

Al crecer dejamos de jugar tan pesado y nos quedamos con el beisbol, las partidas de pocker o dominó, con las apuestas de frijoles o habas y especialmente con las películas y los chocolates.

Mi abuelito se fue un 2 de noviembre, justo medio año después de cumplir 94, en un día 2, su número favorito y a veces pienso que aprovechando el viaje pues el 2 de noviembre es la última fecha para conmemorar el Día de Muertos en México, así que los que vinieron de visita: mi abuelita Elvira, su papa Cliserio, su mamá Agapita, su hermano Nicolás y muchísimos otros, le llevaron.

No voy a negarlo: me dolió perder a mi amigo. Se fueron los coscorrones y los juegos de poker o dominó, pero a diario lo recuerdo. Siempre hay una frase, un momento, una historia, una película que se entremezcla en mi presente.

Hasta siempre, querido mejor amigo.

Los chocolates siguen siendo siempre a tu salud.

Historias aleatorias

Mi ídolo

Tú no lo sabes, pero nuestro amor comenzó en el Estadio Azteca. Lo recuerdo perfecto: era de noche, 2 de octubre de 2005. Allí, la NFL hacía su primer juego de temporada fuera de Estados Unidos (49ers de San Francisco vs. Arizona Cardinals), pero antes del Kickoff yo miraba el cielo y sus estrellas -me gusta el firmamento del otoño- y en ese instante ¡supe que estabas conmigo! ¡Mi corazón latió tan fuerte! Sentí como si de abajo hacia arriba me fuera llenando de una felicidad y un asombro tan grande que no paré de sonreír. No me podía concentrar en el partido, solo pensando en ti.

Desde entonces cambió todo en mi vida. Al siguiente día fui a conocerte: eras más pequeñita que una lenteja y ya te amaba; hacíamos todo juntas: ir a correr, trabajar, viajar. ¡Platicaba de todo contigo! Aunque creyeran que estaba loca, porque me veían hablando pensando que estaba sola, pero te contaba todo a ti. En las noches, después de trabajar, prendía los audífonos y te ponía el Aria en la cuerda de Sol de Bach.

En mayo del 2006, estaba a pocas semanas de abrazarte; me sentía tan feliz y a la vez algo rara porque no volveríamos a estar tan unidas como esos meses…pero entonces un estudio detectó algo que parecía una hernia y resultó en otra cosa que jamás había escuchado: gastrosquisis aguda, aparato digestivo y algunos órganos más estaban fuera de la caja torácica, de hecho fuera del cuerpo. No sabía que existía eso. ¡Me aterré tanto! Pero Dios, en su grandeza, a unos días de recibirte, envió a las personas correctas para ti: el Doctor Rubén Sauer Ramírez y el Doctor Mario Franco Gutiérrez.

El día que naciste no te conocí. Te llevaron directo a cirugía. A la mañana siguiente entré al cuarto de terapia intensiva para bebés ¡había muchos! y sin haberte visto antes, de inmediato te encontré: ¡más hermosa de lo que hubiese imaginado!

Pero al pasar los días, no mejoraban las cosas. Fue muy duro que me dieran de alta y salir del hospital sin llevarte conmigo en mis brazos.

Diario podía ir a verte solo por dos horas (a las 12:00 y a las 4:00), pero no podía cumplir mi sueño de cargarte: había muchas cosas en medio de un abrazo: catéter, sonda, cablecitos del monitor y tu reciente y delicada cirugía.

Aunque había que usar cofias, cubrebocas y batas quirúrgicas para entrar a visitarte yo me arreglaba como si fuera a una fiesta: me peinaba, me maquillaba me ponía mi mejor perfume porque iría a ver a la persona que más admiro en el mundo: ¡te vería a ti! ¡Vería a mi ídolo! Una pequeña guerrerita de menos de 50 centímetros que en cada hora estaba dando la más valiente batalla. Ante mis ojos tú diste la pelea del siglo. Te vi luchar con tanta fuerza contra cualquier pronóstico, que era imposible no acompañar tu dedicación. Nunca lloré frente a ti y nunca dudé de tu fuerza.

Te cantaba, te contaba cuentos, te platicaba cómo era el mundo tan hermoso allá afuera, esperándote con tantas personas que te aman.

Viviste dos operaciones más y seis transfusiones de sangre, ¡tu cuerpo era tan pequeñito y tu voluntad tan inmensa!

En uno de varios momentos, platiqué con Dios y le dije. “Señor: te agradezco infinitamente el tiempo que me has permitido pasar con la más grande bendición de mi vida. Dejo en tus manos lo que suceda pues tu voluntad es perfecta y sé que me darás la fuerza para vivir con lo que a bien tengas destinado para ella y para mi”. A la vez, todas las noches soñaba con abrazarte y cantarte ¡me hacías muchísima falta!

Pocos días después, tu abuela Bertha llevó al padre a bautizarte y no puedo más que decir que: pasaron unos días y MILAGROSAMENTE ya podías tomar leche y a la semana ¡te dieron de alta!

¡No podía creer que conocerías a tus abuelitos y nuestra familia, que sentirías el sol y el calor de sus rayos, que verías las flores y percibirías el aroma de la tierra mojada, ¡que dormirías a mi lado al fin!

Nunca hizo falta volver al hospital. ¡Eres tan sana y bendecida!

Desde entonces has sido mi mayor inspiración, mi fortaleza y mi eterna gratitud con Dios; aun no puedo creer que confiara tanto en mi como para poner en mis manos la vida de un alma tan maravillosa como la tuya.

Ver cómo te sentaste sola por primera vez, ver salir tu primer diente, dar tu primer paso, ¡escuchar tu voz por primera vez! Escucharla día a día, con tus ideas, descubrimientos, preocupaciones y cantos. Escuchar tu risa, que se volvió el sonido más hermosa de mi vida.

Recuerdo las noches que me esperabas, después de trabajar, para leer cuentos y cambiarles el final por una historia más bonita…o inventar nuestros propios relatos que nos hacían reír hasta quedarnos dormidas.

Cómo aprendiste a leer, escribir, patinar, pintar. ¡Cómo hemos crecido juntas, bebé!

No recuerdo la fecha del último día que te cargué, ni el último cuento que contamos, la última vez que rodamos por el pasto o que anduvimos en bici y aunque cada momento sigue impreso en mi corazón; recuerdo siempre a detalle la lucha más valiente que he atestiguado por salir al mundo a vivir: tu lucha.

Gracias, pequeña maestra, por tu eterna enseñanza. Gracias por elegirme, gracias por darme el regalo de ser tu mamá.

Historias aleatorias, Mujer y Deporte

VOLUNTAD

Tenía la boca abierta, grande, muy grande. Me dolía una muelita y Nayeli estaba por inyectarme anestesia mientras platicaba conmigo. Si algo me encanta de los odontólogos es que platican con los pacientes, a sabiendas de que no podremos entablar propiamente una conversación, pero igual se involucran con nuestra historia y nos comparten la suya y a veces hasta el capítulo de alguien más, de alguien que crea caminos asombrosos.

“Deberías de entrevistar a mi amiga, ella va a ir a Juegos Olímpicos, me dijo Nayeli, amiga de una de mis mejores amigas: Laura. Le pregunté su nombre y me apenó confesarle que no la conocía (cosa rara porque, al seguir el ciclo olímpico desde Juegos Centrocaribeños uno conoce a todos los atletas y especialistas que acuden a Olímpicos). “Ah, es que ella no es deportista, ella es odontóloga también y va a ir como voluntaria”, me dijo.

¿Voluntaria, eh? Yo nunca había entrevistado a los voluntarios olímpicos y conocer la historia de alguno me pareció interesante.

Nayeli llegó a mi vida de forma incidental a introducirme con alguien que nunca imaginé cómo influiría en mí. Me dio el número de su amiga: Erika Grifaldo. Le llamé y acordamos entrevistarla en su consultorio para hacer un reportaje que saldría en TvAzteca.

Fue una tarde de la primavera de 2016. Erika estaba un poco nerviosa, así que empezamos con grabar algunos aspectos de ella “en acción” y después la entrevisté. Además de dentista, era corredora, hablaba un fluido portugués y con lo capacitada que estaba, la imaginé trabajando en la Policlínica de la Villa Olímpica (que opera 24 horas desde días antes y días después de la realización de los Juegos) quizás auxiliando a Simone Biles, Michael Phelps o Usain Bolt, en alguna dificultad dental.

Para su aventura a Río 2016 me contó que hubo un largo y detallado proceso de selección: aplicar para ser candidato, explicar sus aptitudes, garantizar que podría pagar su viaje y su hospedaje. Todo lo pudo ella, todo con el deseo de vivir esa experiencia de ayudar en medio de la atmósfera olímpica.

Pero no era la primera vez que dedicaba su tiempo a asistir a alguien más. En ocasiones, Erika se ha ido a las zonas serranas de Oaxaca para brindar servicios dentales a los niños que difícilmente tendrían acceso a ellos. La voluntad es una virtud innata en ella, radiante por sobre lo que algunos podrían considerar adversidades como: ser mamá adolescente y en medio del proceso estudiar una carrera tan compleja como la medicina, con subespecialidades como la anestesiología, la cirugía o traumatología, porque así de detallada es la odontología.

Publicamos la entrevista y desde entonces mis emociones olímpicas encontraron un nuevo y cautivante carril por dónde contar historias: la vida de una voluntaria.

Érika llegó a la ciudad carioca y casi a diario descubría algo nuevo: el Cristo Redentor, las banquetas de mosaico que trazan un oleaje en blanco y negro en Copa Cabana o el delicioso paõ de queijo, un bocadito terso muy común en Brasil; pero contrario a las expectativas que teníamos, el Comité Organizador mandó a Erika lejísimos de las playas, hasta Deodoro, para atender a los atletas del pentatlón moderno. Estábamos muy decepcionadas. Ella, con tantos recursos para ayudar de formas tan especiales, estaría haciendo labores más simples de las que imaginábamos; pero quizás esa fue la primera lección para ambas: la voluntad también implica la humildad de saber que, por pequeña o simple que parezca tu ayuda, mereces entregarte en excelencia, hacerlo bien porque tu apoyo es tan valioso e importante como tú mismo sepas apreciar el servicio que desinteresadamente ofreces a los demás.

La verdad Erika no le entendía muy bien al pentatlón moderno…o más bien nada, pero le puso su mejor rostro a la situación. Sonreía, apoyaba y, quizás sin conocer el deporte, empezó a entender a los deportistas, sus complejidades, sus necesidades y sus alegrías. Después de muchos días de ver caballos, espadas, googles, pistolas y spikes, empezó a comprenderlo todo y cuando así fue, en el último día de pruebas, la vida le concedió un momento inédito: ver al primer mexicano en la historia olímpica ganar una medalla en este deporte: Ismael Hernández, con el bronce.

Al ser una sede tan lejana, ni el público mexicano ni la prensa nacional estuvieron allí en ese momento; fue un logro nunca antes visto que pocos presenciaron, sufrieron, lloraron y celebraron en persona, entre ellos, Erika. Se puso feliz hasta tener la piel erizada y, muy a pesar de la distancia, me contagió su alegría.

Desde entonces, nunca perdimos contacto, primero porque se volvió mi odontóloga y luego porque no dejaba de hacer algo sorprendente. Al año siguiente, estábamos a las 5:30am sobre el camellón de Av. Aztecas para verla entrenar rumbo al MaratónCDMX 2017 y publicar un reportaje. Si algo le cuesta a Erika es entrenar de madrugada pero creó un motivo para hacer que valiera la pena salir en la penumbra a trazar esfuerzos en sus piernas: se dispuso a ‘vender’ sus 42 kilometros del maratón capitalino y recaudar fondos para una cirugía ocular que necesitaba una conocida; como ella sola no podría generar todo el recurso, se sumó Héctor Mendoza y los Happy Face Runners que delinearon toda una estrategia integral de ayuda con la que lograron la meta con creces.

Luego Erika volvió al voluntariado deportivo: en el Campeonato Mundial de Paranatación CDMX 2017, donde pasó algo muy triste: alguien robó los pines que con tanto esmero intercambió con voluntarios de todo el mundo, desde Río 2016; a pesar de ello, su espíritu solidario no se detuvo y apoyó en el evento con lo mejor de sí misma.

Después de hacer maratones, la montaña la llamó. Allá arriba comenzó los retos de correr en competencias de más de 50 kilómetros y hubo eventos que incluso ganó.

Pero después, Erika comenzó a sorprenderme de nueva cuenta con otra perspectiva de la voluntad, no solo para concederla a los demás, también para reforzarla hacia uno mismo. Ella, que en un punto de su vida padeció obesidad, que conquistó rutas maratónicas y después bosques y amaneceres, se decidió a construir la versión más fuerte y más difícil de su cuerpo al convertirse en fisicocultrista; algo mucho más profundo que levantar pesas todo el día, algo en nada relacionado con el uso de sustancias prohibidas (un prejuicio común para quienes desconocen este deporte), pero totalmente compatible con una disciplina que puede retarte hasta las lágrimas y tocar los límites de tu carácter hasta la desesperación, hasta exprimir tu voluntad al punto de desear el abandono.

Eso y más superó mi voluntaria favorita. No ganó el concurso de fisicoculturismo, pero no era un evento contra las demás, todo fue para sí misma: fue por conceder lo mejor de su ser aún en sus momentos más oscuros y descubrir que podría lograrlo fue la mejor medalla, un podio de ella que reluce en enseñanza para muchos que tenemos la suerte de seguir su historia.

Contrario a como era hace muchos años, ahora disfruto muchísimo ir a mi citas odontológicas, no solo porque Érika cuida mi sonrisa, muy en especial, porque la provoca.

Historias aleatorias

¡Escríbete!

Disfruto mucho escribir. Es una especie de terapia para ponerme atención y darme tiempo de comprender mis emociones, reflexionarlas y actuar con más inteligencia. Sin embargo, si soy honesta, suelo escribir mucho sobre otras vidas y para otras personas; pocas veces escribo algo propio o para mí y a pesar de ello, hoy empiezo a notar que escribir adquiere un toque fantástico.

Creemos que escribir es un acto casi extinto, aunque lo hacemos más que nunca para entrar en contacto con alguien vía WhatsApp, por ejemplo y también leemos más que antes, pues aunque no sean libros, sí ojeamos publicaciones en redes sociales como Facebook.

Damos mucho hacia los demás en escribirles o dedicar lecturas a los mensajes que nos envían, pero no muy seguido nos atrevemos a entrar a la casa de nuestras emociones y deseos para enfrentarlos y entenderlos.

En estos días de confinamiento, me he acercado a algunas líneas de la Katy que escribía a los siete años de edad, de la que, con sueño, cansancio y hambre, ya planificaba una meta nueva, o de la que se propuso un reto que logró cumplir.

De entre las líneas que más me gustan, está esta hojita azul. Entonces trabajaba en el Diario Deportivo Récord, vivía en Coyoacán (al sur de la Ciudad de México) y casi a diario debía ir al Centro Deportivo Olímpico Mexicano, CDOM, (al norte de la capital y que colinda casi con el municipio de Naucalpan, Estado de México). El traslado implicaba poco más de una hora si me iba por la Línea 2 del metro: desde la estación General Anaya hasta Toreo o Cuatro Caminos eran 23 paradas y de allí salía para tomar un transporte hacia el CDOM.

Además, el camino era largo desde la estación Toreo hasta el autobús. Había entre ambos puntos muchos puestos ambulantes y en uno de ellos me detuve a comprar una pequeña libreta. Era un lunes de diciembre de 2004. Era mi cumpleaños y en ese momento no sé por qué consideré que mi libretita sería un buen “autorregalo”, así que en la primera página me escribí una dedicatoria.

No diré, como Alejandro Jodorowski, que estas líneas se trataron de psicomagia, no fue así. Trabajé muy duro, me esmeré muchísimo y estudié a conciencia.

Exactamente ocho meses después de escribir esa carta, el 13 de agosto de 2005, bajaba del avión que me llevó desde Ámsterdam hasta la capital de Finlandia: Helsinki, donde tuve la gran oportunidad de cubrir los Campeonatos Mundiales de Atletismo, en los que Ana Guevara ganó la última de sus tres medallas mundiales (bronce en 400m), el ecuatoriano Jefferson Pérez conquistó un oro (20km marcha), Yelena Isibáyeva iniciaba el reluciente brillo de su nombre en el mundo (ganó oro y récord en salto con pértiga), Kenenisa Bekele siguió la estela hacia un camino de leyenda (ganó oro en 10,000m) y Usain Bolt tocó por vez primera las mieles mundialistas aunque se lesionó en la final de 200m…un sinnúmero de cosas más sucedieron y otras tantas viví yo. Tal como me lo escribí en esa carta: ¡Llegué allí!

Después me dio por el gusto de enviar postales. Enviaba postales a mi familia desde donde estuviera. Al llegar, después de instalarme en el hotel, lo primero que preguntaba era la ubicación del servicio postal y si en el camino se atravesaba alguna tarjeta con una foto linda del lugar en el que estaba, la compraba para escribir en la noche, al terminar de trabajar.

Casi siempre bajaba del vuelo de regreso a México y mis postales aún no llegaban a casa; muchas se perdieron en el camino, pero de las que escribí y lograron llegar al destino final, me mandé a mi ésta, en la madrugada en que se clausuraron los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro, Brasil, en 2007.

Aquí no hubo un ‘proceso mágico’ pues aunque lo escribí, lo deseaba y trabajé muy duro por ello, no llegué a China. No fui a los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 y, por doloroso que fue trabajar tan duro por seis años continuos y no lograrlo, decidí que esa ausencia en mis metas no definiría mi camino, que podría crecer aún más y con nuevas oportunidades de llegar a nuevas experiencias. Los sueños no han parado.

Tampoco se detuvieron las cartas. A veces a las 2:00am al terminar la jornada laboral, me daba algun tiempo para mandarme un mensaje, como este, a punto de iniciar los Juegos Centrocaribeños de Veracruz 2014.

Desde el pasado, me he mandado algunas líneas, pero muy a mi favor, he recibido muchísimas más.

Todas, desde que aprendí a escribir, las tengo guardadas en una canasta cuyo destino ya dije, pues quiero que esta canasta acompañe mi funeral, por si alguien gusta leer alguna.

Entre las reliquias que conservo, está el plan de una misión. Yo tenía nueve años y con mis amigos Ricardo y Fernando planificábamos que, al crecer, viajaríamos al Triángulo de las Bermudas y tras un sinnúmero de investigaciones (preguntando a nuestros papás y leyendo revistas, que eran nuestras máximas fuentes de información) concluimos que necesitaríamos un montón de cosas, algunas incluso las deberíamos inventar. Cuando teníamos un proyecto “más o menos claro” un día llegó Ricardo con dos hojas en las que plasmó todas nuestras ideas del viaje y aún lo tengo porque uno no sabe si en alguna emergencia se pueda necesitar de esta información anticontingencias. (De mi amigo Ricardo siempre me sorprendió su gran talento para dibujar en una época donde no se sabían valorar las virtudes artísticas, pues con frecuencia la maestra lo humillaba por no entender matemáticas; por suerte, él vivía en un mundo mucho más creativo y elevado que esos insultos).

En fin, que escribir es un placer que nos merecemos muy seguido y entre la distancia, hoy es un buen momento para expresar lo que sentimos a quienes queremos, estén cerca o lejos o para escribirnos a nosotros también. Puede doler, pero también puede sanar.

El tiempo le irá dando más valor a nuestras letras, podremos escribirnos nuevas cartas y cuando llegue el futuro y reencontremos nuestros textos, entre sonrisas y lágrimas nos sorprenderá descubrir quiénes éramos cuando nos dejamos ese mensaje y hacia donde avanzan nuestras líneas, con un nuevo recado por dejar.

Historias aleatorias

Mi mamá es un hada

Antes de comenzar: me confieso profundamente egoísta y algo cobarde. Por muchos años he sido capaz de viajar en lo más profundo de historias ajenas para salir a contarlas, pero yo misma he sido temerosa en adentrarme a los lugares más sensibles de mi corazón y compartirle al mundo las joyas que en él encuentro. Pero aquí va una, una muy valiosa.

“Mamá que hable Osito”. Así le decíamos mi hermana y yo a mi mami por las noches, pues antes de dormir, ese pequeño oso guiñol con corbata de moñito platicaba con nosotras ¡Era tan divertido! ¡Hacía cosas tan chistosas! Después de platicar con Osito, nos sentíamos tan felices; era un momento de alegría y olvido, pues por esas fechas, mi hermana continuaba un prolongado tratamiento entre cirugías y rehabilitaciones, después de que en un accidente padeció quemaduras de hasta tercer grado.

Entonces no lo sabía, pero hoy veo que admiro muchísimo a mi mamá. Después del cansancio en el trabajo, atender pendientes en casa, cuidar la situación financiera, llevar a mi hermana al hospital y el dolor que le causaban las secuelas de ese accidente, su prioridad en esas noches era vernos felices.

Mi mamá es un hada. Aun cuando la vida se plagara de problemas, mi mami hacía magia y nos resguardaba de cualquier dificultad en un invisible pero resistente domo blindado, que creaba su corazón para nosotras: la protección de su amor incondicional; con él hacía que hasta la más grande dificultad se viera ínfima comparada con la simpleza de nuestra felicidad y nuestras sonrisas.

Su fortaleza para hacernos sonreír y sentirnos seguras, aun entre las adversidades, es una de las múltiples pruebas de su amor y uno de sus más grandes ejemplos en mi vida.

Hay cosas de ella que disfruto desde muy pequeña, una es escucharla cantar. ¡La voz de mi mamá es tan hermosa! Era yo muy chiquita pero recuerdo que al escucharla yo cerraba los ojos, y percibía cómo, a la par de su voz, las cuerdas de la guitarra obedecían a las yemas de sus dedos. Verla cantar se convirtió en una inspiración muy profunda en mi vida y entonces quise aprender a hacerlo yo también; pensaba adoptar eso como una herencia de sus manos a las mías, sin darme cuenta que en los fundamentos de mi ser, ya estaba ella, mi primera y más grande maestra, mi ejemplo, mi mamita.

Pero al aprender a tocar la guitarra, me di cuenta de los más simples detalles: que al principio duelen mucho los dedos y que poco a poco se hace callos en la mano que aprieta las cuerdas; que es necesario coordinar que una mano pise cuerdas y otra las haga sonar, mientras también hay que recordar la letra y cantar; pero especialmente, me di cuenta que al cantar, ella también me daba muchas enseñanzas. A veces me hacía sentir nostalgia, pero regularmente cantaba con valor. Valor es lo que más he aprendido de ella.

Yo llegaba al mundo en los últimos alientos del otoño y ella con sólo 20 años y sin instructivo alguno sobre cómo atender a una bebé rebelde, se dejó guiar por el amor y lo hizo en grande para cuidar de mí; entre sus brazos me arrullaba y protegía y desde entonces sé que estar con ella es como si la paz tuviera un perfume: abrazarla, respirar profundo y sentir su aroma hace de mi mundo un lugar hermoso.

Mi mamá es un hada y sus manos son mágicas: un día puede crear de la nada una hermosa sirena o darle vida a un elefante que cabe en la palma de mi mano, pero al siguiente puede quitar mis preocupaciones al acariciar mi cabello mientras me peina y cuando termina de hacerlo, me despeino para que de nuevo adentre sus dedos en mi cabello; podría hacerlo mil veces hasta sumirme en un sueño, mientras sonrío.

Gracias a mi mami viví miles de aventuras en lugares fantásticos que después supe, se llaman museos. ¡Nos encantaba ir a museos! A día de hoy es de las cosa que más disfruto hacer. Gracias a ella cada paseo era conquistar el capítulo de una aventura y era aún más divertido porque a veces mi mami nos llevaba vestidas de algún personaje. Mi mami es un hada que hace magia hasta con el tiempo; entonces veía tan común que ella, además de todas sus ocupaciones, hiciera un espacio en la agenda para coser nuestros disfraces y hoy daría lo que fuera por recuperar el mío de Caperucita Roja con el que íbamos a Chapultepec y mi hermana iba de conejito; o los que hizo cuando era Día de las Madres o de la Primavera o para las Pastorelas. Siempre hizo tanto. Siempre ha hecho mucho más de lo que “debe”, para llenar de ternura y amor cada acto hasta tocar los límites de lo que “quiere”.

Mi mami me enseñó a ser atenta con las personas desde que era yo muy pequeña. Una ocasión hubo visitas en la casa y mientras los adultos platicaban, me fui a la cocina a preparar las viandas de nuestros invitados, pero cuando llegué a la sala, con charola en mano, todos morían de risa, pues puse en ella lo que a mis cuatro años de edad tenía al alcance: los bolillos duros que mi abuelita había dejado para hacer pan molido y un poco de agua simple. Aunque yo no entendía que eso no sería apropiado, sí entendí que mi mami valoraba mucho mi intención y mi ternura, características que solo son reflejo de lo hermosa que es ella misma, porque sin ella no habría yo aprendido a ser así.

En los viajes por carretera, en verano nos íbamos de vacaciones a ver a nuestra querida familia en Guadalajara. Mi mami nos acondicionaba una cama en la parte de atrás del auto para que viéramos cómo cambia el color del cielo, su firmamento, el albor del sol y su caída. Siempre me ha enseñado lo valioso que es mirar a las estrellas.

He visto a mi mamá cruzar por las batallas más cruentas, lidiar con monstruos que parecían indestructibles y he visto cómo de su corazón emerge con la fuerza para engrandecer su valor y hacer de lo adverso una enseñanza.

Hace años, cuando me rompí el pie, ella se encargó de cuidarme, a cada momento, de darme felicidad en un proceso doloroso, de salir a pasear aunque implicara cargaruna silla de ruedas; entonces también me compartió algunos secretos de su magia: me enseñó a tejer. No lo hago tan bien y a veces me desespero, pero cada vez que lo intento, pienso en ella y en cuánto me gusta verla cuando teje.

Mi mamá ha dedicado su vida a enseñarme, aun cuando he sido una alumna irreverente, difícil y rebelde. Con su amor incondicional, fue paciente, para amarme aun conociendo las peores versiones de mi ser, aun cuando fuera difícil tratar de comprenderme (porque hubo una época en la que ni yo misma me entendía) y a pesar de ello, siempre ha estado dispuesta a ayudarme; aunque a veces me viera tomar decisiones que claramente me llevaban a caer, ella a veces me ha advertido y otras, sabe que necesito vivir esa experiencia y, por doloroso que ha sido, respeta mis locuras y sus consecuencias; siempre está lista para recibirme después de mis tropiezos, para abrazarme y demostrarme que puedo dar más, llegar más lejos, soñar más alto, potenciar lo mejor de mí.

Mi mami me ha enseñado que es una falta de respeto no dar lo mejor de uno mismo en honor a los dones y las bendiciones que recibe y que si quiero resultados excelentes, antes debo vivir cada momento en excelencia.

Conocerla en sus distintas facetas me inunda el corazón de amor. Ver su versión como una hija responsable, cuidadosa y amorosa, que hasta el último aliento de mis abuelitos dio todo lo mejor para ellos, compartirme el dolor de despedirse de ellos y hasta a veces puedo ver la añoranza que nació en su corazón ahora que no están; pero también conocerla como abuelita me ha hecho disfrutar de su alegría, su risa y sus travesuras. ¡Me hace tan feliz! Al verla sólo pienso: “Mami: espero cada día parecerme más a ti”.

Mi mami ha sido mil veces mejor mamá de lo que he sido como hija. Su bondad, sabiduría, creatividad, alegría, inundan mi corazón de su presencia.

No tengo tantos recuerdos en la mente como la cantidad que guardo en mi corazón. Gracias mami por todo lo que me has dado, anticipadamente te agradezco por todo lo que aún está por llegar y te prometo honrar todas las alegrías, enseñanzas y lágrimas que hemos vivido juntas; ni una experiencia ha sido en vano.

Te amo mamá.

Historias aleatorias

Don Lupe

KATY LÓPEZ

Extraño mucho a Don Lupe. Cada fin de semana, escuchar su voz, mientras caía el sol, era el preámbulo de vivir un dulce cierre de jornada.

Cada sábado y domingo, el señor Guadalupe Vicents llegaba con su charola llena de los dulces más tradicionales de la Ciudad de México: los merengues, hechos a base de claras de huevo y azúcar; los muéganos, que son una ruedita armada de pequeños cuadritos de harina dorada, cubiertos de dulce piloncillo; gaznates que son unos tubitos dorados rellenos de merengue; y, en ocasiones especiales, las duquesas, una tortillita muy delgada hecha a base de coco dorado, relleno de merengue blanco.

Don Lupe pasaba por el barrio gritando “Merengueeeeees, merengues, muéganos y merengueeeeees”. Al escucharlo, yo ya tenía en las manos mi platito y en mi mente una larga lista de un pedido para una familia en la que regularmente se pedían dos piezas por persona.

Me hacía tan feliz ver a Don Lupe, porque entonces yo guardaba un muégano para comerlo entre semana y así no hacer tan amarga la espera de volvernos a encontrar.

Los maestros dulceros como Don Lupe tienen más de 100 años de hacer tradición en México y, entre los protocolos que estamos acostumbrados a hacer con ellos está el del ‘volado’: sacar una moneda, elegir entre águila o sol y si el comensal gana, no paga, pero si el mueganero gana, se podría hasta pagar el doble.

Pero con Don Lupe no era necesario echar volado. Tan pronto terminaba su entrega, él hacía sus cuentas y apoyaba esa charola de un metro de largo sobre su cabeza. Yo le pagaba y mientras él sacaba el cambio de un bolsillo, con la otra mano le agregaba a mi pedido tres o cuatro piezas más.

Él era un virtuoso en la preparación de esos dulces. No he vuelto a probar otros quizá tan comunes pero tan exquisitos y ahora, entre los momentos rutinarios de la vida, los que uno piensa que jamás acabarán, me arrepiento de nunca haber sacado mi cámara para tomarle una foto a su trabajo (entonces ni existían los ‘celulares inteligentes’). La charola misma era un asomo a una galería de colores radiantes.

Una tarde de verano llovió tan fuerte, que el señor Lupe se resguardó bajo la techumbre de la entrada, en la casa de mi abuelita Elvira. Mi papá lo invitó a pasar y le ofreció un café mientras terminaba de llover. Para él era tan importante resguardar su persona, como sus delicados dulces. Los merengues, no sólo con las gotas de lluvia pueden romperse, tan sólo la humedad los hace chiclosos y poco apetecibles. Allí entendí que Don Lupe hacía artesanías comestibles y hasta ponerlos en esa charola implicaba protegerlos de su fragilidad.

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A Don Lupe lo apreciaba toda la familia y él, un hombre cariñoso y agradecido, también nos quería mucho. A mis papás los invitó a la boda de uno de sus hijos. Una ceremonia hermosa, llena de flores, abundancia y alegría. De los merengues y los muéganos se hizo de una casa hermosa y una familia con hijos que estudiaron licenciaturas, cosa que le daba una inmensa alegría.

Lo que más me agradaba de Don Lupe era que siempre supo mi nombre. A mi hermana y a mí nos confundían regularmente; cosa que me parece imposible, porque, aunque sólo tenemos 2.5 años en diferencia en edad, cuando éramos niñas, mi hermana era casi 30 centímetros más pequeña que yo, su complexión delgada era inconfundible y aun así, era regular que a ella le dijeran ‘Katy’, pero no Don Lupe.

Don Lupe era tan dulce como sus merengues. Siempre me preguntaba cómo iba en la escuela, qué había aprendido esa semana, o cuál era mi materia favorita, mientras ponía sobre mi pedido el pilón de cuatro piezas más y yo le renegaba. “No Don Lupe, por favor, se los pago, cómo cree”, pero él no escatimaba y con la misma dulzura de sus postres, se negaba a aceptar el pago extra.

Un día, recuerdo, llegó un poco avergonzado. Tenía pocos muéganos, algunos gaznates, pero los merengues estaban casi completos. “Se me pasaron un poco en el horno”, me dijo. Tenían las orillitas quemadas y me dio tanta tristeza que no se le vendieran, que le pedí dos para mí y dos para mi abuelito. Al probarlos, esta textura entre dorada y chiclosa me gustó tanto, que al otro fin de semana le dije que eran aún más ricos así. Desde entonces, Don Lupe siempre procuró tener para mí un merengue un poco quemadito.

Don Lupe recorría todos los callejones de la colonia. Pasaba por las casas de mis dos abuelitas, de mis tíos, de mis primos. Todos comprábamos sus postres. A veces, los domingos, cuando mi tío Héctor vendía carnitas, en el callejón donde vive mi abuelita Socorro, Don Lupe se quedaba a platicar un poco, comía unos tacos y seguía el trajín de la venta, hacia el callejón en donde vivía mi abuelita Elvira.

Cada fin de semana me vio crecer cada vez que abrí la puerta. Don Lupe supo cuando entré a la secundaria, lo mucho que me gustaba jugar basquetbol, llegar a la prepa, estudiar periodismo, maquillarme, arreglarme, convertirme en mamá y hasta ser periodista. No me lo dijo, pero cuando le hablaba de todas las cosas nuevas que aprendía y de lo mucho que el mundo me ha asombrado, veía en sus ojos el fulgor alegre que se extendía de mi felicidad hacia la suya.

En los últimos años que abrí la puerta para dar la bienvenida a sus deliciosos postres, escuchaba lo mucho que tosía. “Es por freír el muégano y dorar el azúcar”, me decía. Los dulces que le daban trabajo, también le envenenaban el aliento.

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Mi abuelito es, creo yo, quien inculcó en mí el gusto por los postres. Con él entendí que la mejor recompensa a un arduo día de trabajo era un dulce bien hecho. Cuando fue muy mayor, le costaba trabajo morder los muéganos, así que empezó a pedir merengues y ya, al superar los 80 años, los comía un poquito más despacio, pero con el mismo gusto.

Al saber eso, Don Lupe y ver que dos pequeñitos vivían en casa, empezó a hacer merengues en vacitos de plástico, para que mi abuelito no se ensuciara con las moronitas que dejaban los merengues que vendía en forma de rollito y para que los bebés pudieran comer su merengue sin preocuparse por ensuciar nada.

Allí, inventamos un juego nuevo: empezamos a batir más el merengue en el vacito, para que, según nosotros, esponjara más, pero la verdad creo que era un pequeño ritual para que nos rindiera el gusto.

Un fin de semana, era lluvioso, no llegó y para todos fue una tragedia: no teníamos con qué aminorar la amargura de empezar una semana de escuela y de trabajo. Así pasó casi un mes, cuando, como un radiante destello, volvimos a escuchar su grito. “Es que estuve un poco enfermo de la gripe”, me dijo, al reincorporarse a esa cita no agendada, pero que todos en el barrio sabíamos que tendríamos con él.

Extraño mucho a Don Lupe. Nunca pudimos despedirnos. Simplemente no fue un fin de semana y me quedé con mi platito en las manos, esperando que quizá su enfermedad lo liberara. Pasó otro fin más y nada, y hasta el día de hoy añoro tanto los muéganos, los merengues, los gaznates, las duquesas…todo aquello era el cierre de una especie de rito que iniciaba con su voz lejana, su actitud alegre, su amabilidad continua y la promesa de que, aún en la peor situación, siempre hay una bocanada de un dulce momento por disfrutar.

Historias aleatorias

Amo las flores

 

Katilunga

Amo las cosas que me asombran. Amo demasiadas cosas. Amo, por ejemplo, las flores. Amo en especial a las silvestres.

Amo los dientes de león, que aparecen a finales del verano, entre camellones de las calles. Se mantienen estoicos aún al acelerado y feroz ritmo de un auto y aunque revolotean, siguen completos; sin embargo, se desprenden con el primer y delicado aliento de un deseo.

Amo las flores y me asombran. ¿Cómo es que llegan a la vida con la única tarea de ser hermosas y llenar de perfume su belleza? Un oficio tan trivial y delicado, que no alcanzo a comprender cómo en su vanidoso, egoísta y tierno objetivo radica la esencia de los ciclos de la vida.

Me asombran las flores que, como bailarinas de ballet, construyen su elegancia y su hermosura sobre una estructura  flexible y resistente. ¿Cómo un tallo tan delgado y delicado sostiene sobre sí tanta belleza?  Por hermosa y pesada, es una obra que ni el más grande arquitecto ha emulado.

Amo su capacidad de improvisar. Cada verano me sorprenden con múltiples detalles ¿en qué lugar saldrán? ¿de qué color serán?

Amo la valentía que ni ellas notan. ¿Cómo es que en el lúgubre frío y la oscura tierra, combaten y germinan por alcanzar las cálidas caricias del sol en el verano?

Al llegar el otoño, las despido y doy gracias por su esfuerzo, por dotar de brillo y esperanza mis trayectos. En un año más vendrán de vuelta, sorprenderán mi andar y darán vida. 

Amo las flores. Tan simples y asombrosas. 

Historias aleatorias

Mi primer Mejor Amigo

KATYA LÓPEZ

El Doctor García se llevó la gran mano derecha a su cabeza sin cabello y se quitó los lentes, mientras con su gran mano izquierda sostenía un documento, analizando, sentado frente a su escritorio. “Pues va a nacer en diciembre”, dijo. “Que nazca cualquier día de diciembre, aquí voy a estar, cualquier día: Noche Buena, Navidad, Fin de Año, Año Nuevo, cualquier día que quiera, ¡menos el 12 de diciembre! Ese día es el santo de mi mamá, de mi esposa y de mi hija”.

No debió decirlo. La consigna fue el calvario de todos. Tal como el Doctor García no quería, la tarde del 12 de diciembre empezaron las contracciones y tal como avisó, él no estaba disponible, pues celebraba a todas sus Lupitas.

En aquellos años no había whatsapp, ni redes sociales, vaya no había internet o celulares, ni siquiera bípers (para quienes recuerden aquel aparatito que transmitía mensajes de emergencia en los 90). No había nada más que números fijos y, como advirtió, el Doctor García no era localizable y aunque lo fuera, estaría indispuesto para la emergencia.

Así fue como dos jóvenes, Lilí de 20 años y Adolfo de 21, llegaron a donde siempre los citaba el Doctor García: un hospital geriátrico de la Colonia Contry Club en Coyoacán pues estaban a escasas horas de convertirse en padres…¡sin la ayuda de un adulto!

No había más remedio. Aún antes de nacer se vislumbraron los indicios revolucionarios: “Ah el 12 de diciembre no estará, eh Doctor? ¡Pos el 12 de diciembre nacemos!”. Sin doctor, sin partera, entre las serenatas, los fuegos artificiales y los festejos para la Virgen de Guadalupe, ya entrada la noche ¡era hora de nacer! Cerca de la 1:00am del 13 de diciembre, Adolfo recibió a la artera anarquista: era yo.

Así fue como conocí al primer Mejor Amigo de mi vida: mi papito. Sus manos fueron las primeras que me abrazaron, sus ojos los primeros que me vieron y su aliento el primero que respiré.

¿Quién lo diría? Dos años atrás, estaba hospitalizado, con la vida en un hilo a causa de una fractura en el cráneo y en la incertidumbre de si al menos tendría capacidad de hablar. Sin importar el diagnóstico, su ímpetu rebasó cualquier expectativa y dejó boquiabierto hasta al especialista más experimentado en el Hospital de Neurología. Un accidente no definiría su vida, ni su persona, ni su destino. Un accidente no describiría quién es. Todo lo que de él se dijera no dependería de nadie más que de sí mismo. Así cambió su pronosticada historia y, entre otras diez mil cosas increíbles más que ha hecho, en aquel entonces, se convirtió en mi papá; quizá la cosa más maravillosa que hizo por mí, junto con ayudarme a llegar al mundo.

Esa madrugada de diciembre allí estábamos los tres: mamá, papá y Katy, en la continuidad a la vida. Desde mis primeros respiros, él se convirtió en mi primer Mejor Amigo. Ayudarme a nacer creo es suficiente motivo, pero no fue el único.

Cada instante ha sido alegría y aprendizaje para ambos. Siempre entre canciones, viajes de madrugada por carretera en vacaciones, juegos en las ferias de la casa -para celebrar a San Mateo, San Diego, San Lucas y los muchos otros santos con iglesia en Coyoacán- o ya más grande, viajar con él en motocicleta.

Mi mami y él me enseñaron a hablar y, como es deducible, empecé a hacerlo muy pronto: al año y medio de edad, según mi mami, ya platicaba (desde entonces) largamente y, lo recuerdo bien, a ellos dos yo les decía: Mamita y Mamito.

Mi papito hizo los muebles para el cuarto de mi hermana y mío. Me enseñó a bailar. ¡Salió en una película! (Dunas, 1984). Cada noche de invierno me arropaba con mucha ternura para no tener frío y al despertar, siempre nos decía «¡Arriba y adelante con el Atlante!». Yo despertaba despeinada y pensaba “¿Papi: en serio le vamos al Atlante?” Después descubrí que era nuestro grito de guerra para empezar el día.

Cuando estudiaba Periodismo, mi papito me preparaba dos sándwiches: uno para mí y otro por si alguno de mis compañeros no había desayunado. Podría contar una lista interminable de su capacidad de dar, pero deshonraría sus propios actos si los ensuciara en medio de la confusa presunción.

De su parte, todo ha sido enseñanza pero nunca imposición autoritaria ni ofensiva.

Yo era muy inexperta la primera vez iba a entrevistar a Ana Guevara. Tenía 19 años. Estaba muy nerviosa y, como siempre, él me llevó a la cita. Antes de bajar del coche, platicamos:

– Papito, tengo mucho miedo ¿qué tal si le pregunto algo que le parezca tonto y se enoja conmigo?

– No te preocupes. Ella es tan humana como tú, le pasan las mismas cosas que a ti y seguramente también en algún momento sintió lo que tú sientes. No dejes de ser tú y te va a ir bien. Me dijo, me dio un beso y lo abracé, como una niña que va a su primer día de clases en el kínder y cuyo padre confía en quién es su hija.

Ese consejo me ha durado toda la vida. Ese y muchos otros. Un día lancé basura al cesto y no cayó en su lugar, fui a recogerla del suelo y la deposité; entonces me dijo “El flojo trabaja dos veces”. Hace poco me llevó al trabajo y, bueno, ya saben cómo somos los hijos. “Papi: ¡ya estoy muy grande para que me hagas mi lunch y me traigas a la oficina!”, le dije y él me contestó:

«Así tengas 100 años y yo tenga 200 años, siempre serás mi bebita y mientras yo pueda, te voy a ayudar”.

Me faltan líneas y me sobran lágrimas para describir todo lo que me ha enseñado, todo lo que ha hecho por mí.

Todo lo he aprendido de él con mucho amor y ahora que lo veo en retrospectiva, le tengo una admiración, una gratitud y un respeto que quizá poco le he confesado. Nunca será suficiente. Lo que hacemos o decimos por nuestros seres queridos nunca basta, pero siempre nos llenará hacérselos saber: siempre hacerles ver cuánto les amamos, cuánto les aprendemos, cuán valiosos son en nuestras vidas.

Dicen que uno no sabe cuánto lo quieren sus padres hasta que tiene a sus hijos y cuando estuve en su lugar comprendí todo. También dicen que uno es mejor abuelo que padre y si conmigo mi papito ya era maravilloso, ha sido extraordinario descubrir todo lo que es y hace siendo abuelito.

Su vida ha sido ayudar. No escatima, no segrega, no evade ningún momento. Para algunos sería un engorroso compromiso y para él es la oportunidad de compartir lo mejor de su ser, con tal de ver feliz a alguien más.

Es una bendición que llamo: mi papito, mi héroe. Al que conozco, admiro y agradezco desde la primera vez que abrí los ojos y así haré hasta mi último respiro. Con el que he estado en clase continua desde los primeros segundos de mi vida. Por siempre será mi primer Mejor Amigo.

…después de leer, mi papito escribió esto:

“Cuando conocimos al Doctor García, siempre nos decía que el 12 de diciembre no estaba dispuesto para nadie porque festejaba a todas sus ‘Lupitas’ y se ponía más que borracho, pero eso a mí no me importó y le llamé a su casa.

Afortunadamente, me contestó el Dr. Sebastian García y luego de recibe su cordial y caluroso saludo (o sea una mentada de madre, como era su costumbre) le dije que tenía que estar en el hospital. 

Llegó después de un para de horas. Venía manejando su coche ¡se subió a la banqueta! Abrió la puerta con mucho trabajo, se bajó casi a gatas, llegó y me dijo “creo que vas a tener que cambiarte”. Así que me puse mi ‘traje de gala azul cielo’: una bata y un pantalón que me quedaban inmensamente grandes.

Después de un rato, cuando ya estábamos dentro del quirófano, el doctor no llegaba. Estábamos con otra chica asistente, los tres inexpertos…o digamos más bien que inútiles, sólo nos veíamos las caras de asustados.

Tú Katy decidiste salir y en ese momento ¡se me quitó el miedo, angustia y todo lo que te puedes imaginar! Te recibí en mis manos y todo cambió para mí. Verte y sentirte en mis manos me cambió la vida y gracias a ustedes, yo cambié para hacer lo posible en ayudarles y tratar de ser un buen padre (…) te agradezco lo que me escribiste. ¡Las amo y siempre tendrán mi apoyo incondicional! ¡QUE DIOS BENDIGA A NUESTRA FAMILIA!